jueves, septiembre 04, 2008

Bobby Fischer, el genio loco

1972. En plena Guerra Fría el ajedrez era más que un juego o deporte, y desde luego era más popular que hoy en día. El mundo tenía puestos sus ojos en Reikiavik, la capital de Islandia. Desde la muerte del ruso Alexander Alekhine en 1948, quien había abandonado su país en 1921 para no volver, y la toma de control de los campeonatos mundiales por la federación internacional de ajedrez, la FIDE, todos los campeones de ajedrez habían sido soviéticos. En la URSS el ajedrez no era un mero deporte, era un asunto de Estado. El aplastante dominio soviético levantó muchas suspicacias. Había quienes opinaban que los soviéticos pactaban empates en partidas clave para favorecerse entre sí. En Reikiavik habrían eliminatorias. Y ésa no era la única novedad. Por primera vez en varias décadas habría un finalista no soviético. El excéntrico, visceral y antiguo niño prodigio Bobby Fischer iba a enfrentarse al campeón mundial de ajedrez, Boris Spassky. Un norteamericano contra un soviético. Dos potencias enfrentadas. Una partida politizada. La "partida del siglo".

Robert James Fischer nacía el 9 de marzo de 1943 en Chicago, Illinois. Hijo de un médico de alemán y una maestra procedente de una familia judía de Polonia, sus padres se divorciaron cuando él apenas contaba dos años. Su madre, Regina Wender, se quedó a cargo de Bobby y su hermana mayor. La familia se trasladó a Nueva York, donde Regina iba a cursar unos estudios y trabajar como profesora. Regina tenía poco tiempo para estar con sus hijos. Cuando no estaban en la escuela Bobby y su hermana pasaban la mayor parte del tiempo encerrados en su apartamento de Brooklyn. Cuando Bobby tenía seis años Regina compró algunos juegos en una tienda del barrio. Entre ellos el joven descubrió un juego de ajedrez. Aprendió a jugar siguiendo las instrucciones que acompañaban al tablero. Comenzó jugando contra su hermana o contra algún niño del barrio. Muy pronto les ganaba a todos. El joven Bobby había descubierto su pasión. Dedicaba todo el tiempo que podía a jugar al ajedrez. Encontró un libro sobre ajedrez y lo devoró. Su madre decidió apuntar a Bobby al club de ajedrez de Brooklyn. Allí tendría, por primera vez, un verdadero maestro, Carmine Nigro.
En 1951 Bobby acudió a una exhibición simultánea del maestro Max Pavey. El joven perdió en quince minutos. Fue un duro golpe para el ego del muchacho. Allí Bobby supo que odiaba perder con toda su alma. A los doce años el joven ajedrecista se unía a uno de los clubes de ajedrez más prestigiosos del mundo, el Manhattan Chess Club. Su talento llamó la atención del gran maestro de ajedrez Arnold Denker, quien le apadrinó y le enseñó en qué consistía en ajedrez profesional. Para un niño que había crecido sin padre Denker se convirtió en alguien muy querido. El maestro incluso llevaba a Bobby a ver partidos de hockey, como si fueran padre e hijo. Su amistad duró de por vida.

El joven comenzó a obtener grandes puntuaciones en los torneos del club. Ningún niño de su edad, o incluso algo mayor, era rival para él. En los torneos suizos de Washington Square se podía ver al pequeño genio enfrentándose a adultos y ajedrecistas profesionales. Algunas veces ganaba y otras perdía, pero no había lugar a dudas de que Bobby Fischer era todo un prodigio. 1955 vio como alcanzaba la categoría B, a tres del título de Maestro. También en ese año derrotaba en una exhibición a ciegas (esto es, con los ojos tapados) al maestro Reshevsky. En 1956 viajaba a Cuba para dar una exhibición de simultáneas en el Club de Ajedrez Capablanca. Tan sólo tenía trece años. Al regresar a Estados Unidos se convertiría en el campeón Junior más joven de la historia.
Fischer era un genio, un niño prodigio, un superdotado. Y como les sucede a muchos de ellos, se aburría en el colegio. Sus notas eran mediocres. Sin embargo con catorce años se convirtió en el estadounidense más joven en alcanzar una puntuación en su ranking equivalente a la categoría de Maestro. La primera "partida del siglo" para Fischer llegó en octubre del 56, cuando derrotó al ajedrecista Donald Byrne en lo que muchos consideran fue la mejor partida que jugara Bobby en su vida. El Fischer vs Byrne es hoy un estándar estudiado por muchos ajedrecistas en el mundo.
En 1958 Fischer ganaba su primer US Chess Championship, batiendo récords de juventud y convirtiéndose en Maestro Internacional a los quince años. Al año siguiente su madre abandonaba el apartamento familiar para dedicarse a sus estudios de Medicina. Ferviente comunista, la relación entre ella y Bobby era, cuando no inexistente, bastante tensa. El joven sintió que su madre nunca estuvo ahí para él. Su refugio fue el ajedrez. Los hay que ven en esas carencias afectivas la causa de su furibundo desprecio por la Unión Soviética y de su antisemitismo, por no decir de sus futuros desequilibrios mentales. Pero ese año, mientras su madre perseguía sus sueños, Bobby dejaba definitivamente los estudios para dedicarse por completo al ajedrez, que ya le estaba reportando algunas ganancias. En 1958 participaba en el torneo Portorož Interzonal, que le valió el participar en el Torneo de Candidatos para el Campeonato del Mundo. De nuevo, era el más joven en conseguirlo. Con 15 años conseguía el título de Gran Maestro.

Con dieciséis años nacía el ajedrecista profesional Bobby Fischer. Dejó de vestiar vaqueros y comenzó a vérsele con trajes caros y peinados impecables, siguiendo el estilo dandy de ajedrecistas como Miguel Najdorf. También empezó a partcipar en multitud de torneos. Ganó el US Championship de 1958/59 al que le siguieron ocho más, casi todos consecutivos (salvo el del 61/62), que tuvieron como campeón al joven genio. En 1960 se enfrentaba por primera vez a Boris Spassky, empatando con él en el Torneo de Mar de la Plata. Spassky finalmente se llevó la victoria. Nacía una amistosa rivalidad. Dicen que por entonces, durante su participación en el Torneo de Buenos Aires, Fischer conoció los placeres del sexo. Muchos achacan a su primera experiencia sexual el que perdiera aquel torneo con rivales de menor categoría. Al parecer Fischer decidió no mezclar nunca más placer y trabajo. A principios de los 60 participó también en varias Olimpiadas de Ajedrez en el equipo de los Estados Unidos. Los tiempos de forajido del ajedrecista quedaban aun lejos.
En 1962 Fischer ganaba el Interzonal de Estocolmo, un paso más hacia el Torneo de Candidatos. Llegó a dicho Torneo como favorito. Pero el campeón soviético Tigran Petrosian quedó muy por encima de todos. El norteamericano acabó cuarto. Tras ese torneo llegó la primera acusación de Fischer de empates amañados entre los soviéticos. En 1964 se publicaba por primera vez una lista de los mejores ajedrecistas del mundo. Fischer, con veintiún años, estaba en el primer puesto empatado con Petrosian.

Por encontes Fischer rehusó participar en el Interzonal de Amsterdam, eliminando así cualquier posibilidad de optar al título dos años después. Para entonces la FIDe había cambiado las reglas del Torneo de Candidatos, sustituyendo la modalidad de todos contra todos por un torneo eliminatorio, para evitar los empates pactados sobre los que tanto se había venido debatiendo en los últimos tiempos. Tampoco quiso participar en la Olimpiada de Ajedrez de aquel año. Prefirió viajar por los Estados Unidos jugando partidas de exhibición y dando conferencias, que presumiblemente le reportaban más dinero que el defender a su país en la Olimpíada. Tras negársele la entrada en Cuba para participar en el Capablanca Memorial Tournament, Fischer participó en el mismo usando un telégrafo. Allí derrotó a un antiguo campeón ruso, Vasily Smyslov, lo que supuso todo un acontecimiento. Sin embargo, enfrentado de nuevo a Spassky en un torneo en Santa Monica, no tuvo tanta suerte y quedó segundo.

Si uno escuchaba con atención en los pasillos y despachos de los edificios que albergaban las competiciones seguramente podrían escucharse las protestas de Bobby Fischer. Envuelto en una sectaria iglesia llamada Worldwide Church of God, que había anunciado el Apocalipsis para 1972, en el Interzonal de 1967 Fischer pidió que se respetara su observación del sabbath. Su deseo fue concedido. Conforme su fama se acrecentaba lo hacían también sus manías, extravagancias y peticiones. La iluminación, el silencio, la distancia del público a la mesa, los asientos, la presencia de cámaras, los premios y el dinero... todo era susceptible de ser protestado por Fischer. Un leve carraspeo de la audiencia podía desatar su ira. Acabó abandonando el Interzonal por sus disputas con los organizadores respeto a la organización y horarios de las partidas. Una vez más dejaba escapar la oportunidad del Campeonato del Mundo. Tras ganar su último campeonato de los Estados Unidos no se presentó al siguiente por desacuerdos sobre la organización y el premio en metálico.

1970. Tras dieciocho meses de inactividad, Fischer vuelve al campo de batalla ajedrecístico dispuesto a todo. Sin embargo sus abandonos en el Interzonal y el no presentarse a los campeonatos nacionales le habían inhabilitado para presentarse el Torneo de Candidatos. Fischer, la gran esperanza blanca contra el dominio rojo, no podía quedarse fuera cuando estaba en su mejor momento. En un inusual gesto el maestre Pal Benko le cedió su puesto en el Interzonal de ese año. La presión era enorme, fuera para Benko, para Fischer o para Spassky. Las dos grandes potencias querían una victoria a toda costa.
En Belgrado se iba a celebrar una nueva "partida del siglo". En un torneo de exhibición la URSS se enfrentaría a una selección del resto del mundo. Fischer actuaría segundo, tras un jugador danés cuya trayectoria había sido ejemplar en los últimos meses. Perdió. Fischer entró en acción dispuesto a matar. Venció a Petrosian, hasta hacía un año el campeón mundial, tras dos victorias y dos empates. En su siguiente torneo, celebrado en Montenegro, de partidas rápidas, Fischer aplastó a sus contrincantes. ¿Habría rememorado sus partidas callejeras en Washington Square? Finalmente, a finales de 1970, acudió a Palma de Mallorca para jugar el Interzonal, que acabó ganando sin aparente dificultad.

1971 comenzó con dos partidas contra Candidatos donde Fischer obtuvo sendos tenísticos 6-0. En agosto arrasa en un torneo quedándose a medio punto del máximo de 22 posibles. Enfrentado de nuevo a Petrosian, éste se lo puso difícil al norteamericano, pero finalmente Fischer le escamoteó una victoria en Buenos Aires. En las siguientes partidas contra Candidatos logró más de veinte victorias consecutivas, algo que no se veía desde el siglo XIX. Finalmente Fischer sería el candidato para arrebatarle la corona a Boris Spassky. El mundo contuvo el aliento mientras Islandia se convertía en el centro de todas las miradas.

Mientras Spassky disponía de toda la maquinaria del estado para prepararse para el campeonato, Fischer se entranaba a solas en Nueva York, permitiéndose algunos momentos de relax jugando bolos y escuchando a los Beach Boys. Sin embargo el campeón ruso fue notando cada vez más la presión hasta que quedó vencido por ella. En realidad en ambos bandos la presión era enorme.

El Campeonato del Mundo de ajedrez presenta para muchos un claro favorito, aunque persistían algunas dudas, lo que añadido a todo el espectáculo mediático que iba a rodearlo y la politización del mismo hizo de esa edición de 1972 una de las más seguidas de la historia. Tras la superioridad que había mostrado en las rondas de clasificación, muchos veían en Fischer al claro ganador. Sin embargo, en ninguno de sus enfrentamientos con Spassky había logrado vencerle.

Cuando la ceremonia de apertura del campeonato tuvo lugar los soviéticos ya hacía un tiempo que estaban en Reikavik. Sin embargo nada se sabía del norteamericano. Fischer se encontraba recluído en la casa de un amigo en Queens, y no estaba dispuesto a viajar hasta que sus demandas fueran satisfechas. Su paranoia llegó a tal extremo que tenía miedo de coger el avión , pensando que los soviéticos lo volarían. La ansiedad crecía en el lado soviético mientras os días iban pasando. El equipo ruso trataba de distraer a Spassky para no someterle a más estrés. Los responsables en Islandia llamaron a la Casa Blanca para que intercediera en el asunto. El mismo Kissinger llamó Fischer para que acudiera al torneo, hablándole de lo importante que era para el país. El ajedrecista de Chicago finalmente llegó a Reikavik una semana tarde. Al salir del avión corrió hacia el coche que le esperaba sin atender al comité de recepción.
Cuando Fischer no se presentó al sorteo de la s partidas la delegación soviética estalló. Exigieron que el norteamericano se disculpara con Spassky o no habría campeonato. El equipo norteamericano habló con el Fischer hasta que se decidió a escribir una carta de disculpas a su oponente. Los rusos aceptaron la disculpa.

Cuando por fin comenzó la primera partida se podía notar la presión a la que estaban sometidos ambos. Fischer parecía agotado. Su filosofía siempre había sido el ataque. Aunque gustaba de abrir con el ofensivo peón del rey, no se amoldaba a una sola apertura. Las conocía todas, y usaba una u otra a discreción. En muchas ocasiones sorprendía a sus contrarios con aperturas extrañas o sacrificando fichas en un estilo de juego caníbal que sólo buscaba una victoria rápida y total. Donde la mayoría de ajedrecistas habrían acordado tablas, el norteamericano seguía hasta vencer o ser derrotado, o alcanzar un empate técnico tras quedar en el tablero sólo los reyes. Sin embargo en aquella primera partida Spassky notó que Fischer se estaba mostrando inusualmente pasivo. Tras unas treinta jugadas la partida parecía apuntar hacia un callejón sin salida. Cada uno disponía de algunos peones y un alfil para concluir la partida. Pero Fischer no quería llegar a las tablas. Atacó con un alfil en un error fatal, quedando bloqueado el mismo y arruinando cualquier posibilidad de ganar. Spassky se anotó el primer tanto.
En la segunda partida el norteamericano no hizo acto de presencia, alegando que le molestaba el ruido de las cámaras que estaban filmando el acontecimiento. Los jueces le dieron la victoria al soviético. Fischer ya perdía dos a cero. El norteamericano mostró entonces intenciones de abandonar el campeonato y regresar a los Estados Unidos. El alarmado equipo americano se apresuró a presionar al jugado para que se quedara, hablándole de lo mucho que se jugaba el país y él mismo. Mientras, en el lado soviético, se meditaba si abandonar también el campeonato ante los contínuos desplantes de Fischer. Spassky habría retenido el título, y la FIDE probablemente lo hubiera aceptado. Pero el ruso no quería ganar así.
Fischer siguió protestando. Para la tercera partida se jugó en una pequeña sala, con sólo una cámara rodando alejada de la mesa y la sola presencia de los jueces. Antes del comienzo Fischer protestó por la presencia de la cámara y comenzó a discutir con el árbitro. Mientras el paciente Spassky trataba de mantener la calma. Cuando por fin comenzó la partida, el juez anunció que habían pasado cinco minutos. Fischer le mandó callar. Esta vez la victoria fue para Fischer. De entonces en adelante las cámaras fueron prohibidas para todo el campeonato. Los únicos filmaciones existentes de las siguientes partidas provienen de las cámaras del circuito interno del edificio.

¿Qué ocurría con Fischer? ¿Por qué esa actitud? ¿Buscaba exasperar a los soviéticos? Aun hoy se discuten los motivos del norteamericano. Algunos afirman que Fischer tenía pánico a perder el campeonato contra Spassky, de ahi su extraña conducta para que los rusos abandonaran. Otros creen que todo era un plan para acabar con los nervios del campeón en una nueva forma de guerra psicológica. Otros sencillamente creen que el norteamericano no tenía ni idea de lo que estaba haciendo.
El caballeroso Spassky no dio muestras de ira o exasperación. Tras ser derrotado por Fischer en una partida llegó a aplaudirle por el juego tan hermoso que había desarrollado. Sin embargo en el equipo soviético se sospechaba que los norteamericanos estaban usando algún tipo de arma secreta contra Spassky, pues tras cinco partidas Fischer había logrado remontar y lograr un empate. El campeón se notaba inexplicablemente incómodo durante las partidas. Ambas delegaciones inspeccionaron la sala milímetro a milímetro sin encontrar nada. La única arma secreta era el talento de Fischer y sus idas y venidas por la sala, tocando aquello o lo otro, paseándose de un lado a otro, alzándose y sentándose de su asiento. Parecía buscar deliberadamente el romper la concentración de su oponente.
En la partida veinte Fischer necesitaba un punto en cuatro partidas para hacerse con la victoria. Durante la número 21 se acordó un descanso durante el cual Spassky se rindió. El dominio soviético había sido roto. Un norteamericano era campeón del mundo de ajedrez por primera vez desde el siglo XIX. La victoria no rompió la cordial amistad entre Spassky y Fischer. En la cena de honor ambos sacaron unas fichas y se pusieron a discutir una de las partidas. A su regreso Spassky fue culpado de la derrota. Los mandamases de la URSS le dejaron de lado y apostaron por un nuevo caballo, Anatoly Karpov.

Fischer regresó a los Estados Unidos como un héroe. Apareció en la portada de las revistas más prestigiosas. Se entrevistó con líderes políticos, recibió premios y medallas, acudió a programas de televisión. Le llovieron ofertas publicitarias que rechazó, pues afirmaba no poder publicitar productos que no usaba. El ajedrez alcanzó increíbles cotas de popularidad por todo el mundo, creciendo enormemente los jugadores registrados en los Estados Unidos. El ajedrez era el juego de moda.
Tras pasar tres años sin apenas competir, en 1975 el norteamericano debía revalidar su título ante Karpov, quien había eliminado a Spassky en las eliminatorias previas. Fischer propuso a la FIDE un nuevo formato para la final. No se contarían los empates, ni habría límite de partidas. El primero en ganar diez partidas sería el campeón. Si se llegaba a un empate de 9-9 el premio se dividiría y Fischer retendría el título. La federación aceptó las diez victorias, pero estableció un límite de partidas y rechazó la propuesta del empate. El nuevo campeón respondió que sus propuestas no eran negociables. Un nuevo congreso de la federación tuvo lugar para reconsiderar las propuestas. Todas se aprobaron, salvo la del empate, obviamente injusta. Fischer no dio respuesta alguna. Karpov fue proclamado nuevo campeón del mundo. Fischer perdió su corona mientras Spassky tenía que exiliarse de la Unión Soviética.

Tras perder su título Fischer fue apartándose de la vida pública cada vez más. Apenas jugaba alguna partida profesional. En 1977 se enfrentó a un ordenador en la Universidad de Cambridge, ganando todas las partidas. Poco después desapareció. Nadie sabía nada de él. Poco a poco se desató una especie de paranoia donde surgían noticias de avistamientos de Fischer en tal ciudad o país. Se contaba que el antiguo campeón era ahora un vagabundo que de vez en cuando jugaba alguna partida por los parques. En 1981 saltaba la noticia de que había sido detenido en Pasadena por su parecido con un sospechoso ladrón de bancos. Fischer había sido herido durante la detención. Con unas pobladas barbas no era fácilmente reconocible. Finalmente fue liberado, pero el ajedrecista hizo declaraciones hablando de complots y persecuciones por parte del gobierno. Durante largos períodos de tiempo el ex-campeón se refugiaba en casa del gran maestro canadiense Biyiasas, amigo de Fischer. Juntos jugaban algunas partidas de vez en cuando. Biyiasas afirma que nunca pudo ganarle.

El fantama de Fischer continuó vivo durante aquellos años. Nada se sabía de él hasta que de vez en cuando surgía alguna entrevista de radio o algún artículo en un períodico donde el ajedrecista desproticaba contra el mundo. Ya desde principios de los 60 Fischer había afirmado que había demasiados judíos en el mundo del ajedrez, o había atacado a los soviéticos. Sus demonios personales fueron en aumento desde entonces, y en los 80 se convirtió en un acérrimo crítico del gobierno estadounidense. En 1984 escribió una carta a una importante institución hebrea, negando ser judío y lanzando toda suerte de ataques contra el pueblo de Israel.
Por fin, en 1992, una noticia relacionaba en muchos años a Fischer con el ajedrez. Se iba a celebrar cerca de Belgrado una revancha de "la partida del siglo" contra Spassky. Debido a la guerra interna los Estados Unidos y las Naciones Unidas habían declarado un embargo al país. Aun así Fischer acudió a la cita (en la que exigió ser presentado como el campeón del mundo) dispuesto a embolsarse el premio de varios millones de dólares. Fischer ganó. Como bien le había advertido el gobierno estadounidense en un aviso oficial, participar en ese torneo y coger el dinero contituiría un acto ilegal en contra del mandato presidencial. Las imágenes de Fischer escupiendo sobre aviso dieron la vuelta al mundo. Tras finalizar el torneo el gobierno norteamericano emitió una orden de arresto para el ajedrecista. Sus bienes fueron confiscados. Fischer se convirtió en un fugitivo.


Bobby en sus últimos años

En los años siguientes vivió en Hungría y en las Filipinas, donde tuvo un hijo. Sus declaraciones cada vez eran más paranoicas y desmedidas. Habló de conspiraciones internacionales de judíos y de la persecución del gobierno norteamericano, controlado, de nuevo, por judíos. Calificó el Holocausto de montaje. Tras los ataques terroristas Fischer asombró al mundo con unas declaraciones en las que decía alegrarse de los atentados y en los que afirmaba que los "Estados Unidos deberían ser borrados del mapa". Fue borrado como miembro de la Federación de Ajedrez de los Estados Unidos por voto unánime. Por entonces el ajedrecista se mudó a Japón. Allí fue detenido en un aeropuerto por usar un pasaporte norteamericano que había sido revocado. No sin ayuda Fischer logró evitar la extradición a los Estados Unidos, pero hubo de renunciar a la nacionalidad estadounidense. En 2005 Islandia le concedió la ciudadanía para que Fischer pudiera salir de Japón. Allí el otrora genio del ajedrez acabó sus días, despreciado por muchos, conmiserado por otros, como refugiado político.
Aunque transtornado, el ajedrecista demostró su genio hasta el final. En diciembre de 2006 saltaba la noticia: Fischer había llamado a un programa de televisión islandés que acababa de retransmitir una partida de ajedrez para hacer notar una gran combinación de jugadas que habían llevado al ganador a la victoria. Ni los presentadores ni los comentaristas parecían haberla percibido.
Bobby Fischer fallecía de un fallo renal el 17 de enero de 2008.

lunes, septiembre 01, 2008

Recuerdos de un soldado



Recuerdos de un soldado, por Heinz Guderian

Siempre tuve la referencia de este libro como memorias, pero la ultimísima edición de las memorias del general Guderian se titulan Recuerdos de un soldado. Guderian, padre de las fuerzas blindadas germanas, pasa por ser uno de los contribuyentes de la afamada blitzkrieg germana y un brillante militar.
Libro de referencia, entre muchos otros escritos, de historiadores de la Segunda Guerra Mundial, Recuerdos de un soldado ofrece un somero relato desde el punto de vista de los perdedores. El acertado título describe muy bien el contenido del libro, pues es en todo momento un militar quien nos ofrece su visión de los hechos acaecidos en la gran conflagración. Guderian incide en gran parte del libro en los aspectos tácticos y estratégicos de las campañas en las que se vio envuelto, lo que puede atraer a los que gusten de indagar en la historia militar, pero que tal vez pueda repeler a quienes sólo busquen un panorama de conjunto de la guerra. Sin embargo es interesante conocer el punto de vista de un militar, y cómo valora su relación con el partido nazi y sus jerarcas.
No esperen encontrar trazos de un gran arrepentimiento. Guderian era un militar de la vieja escuela prusiana, y para él, al igual que para sus enemigos, la guerra era parte de su oficio. Como muchos otros soldados de su generación, Guderian acogió con buenos ojos la aparición de Hitler y las esperanzas de renovación que traía consigo en mitad del caos de la República de Weimar. Como todo buen militar, el viejo general lamenta la guerra, y como acérrimo patriota condena las barbaries cometidas por nazis y SS, aunque no deja de señalar el sufrimiento (y valentía) del pueblo alemán. Conforme avanza la guerra (demasiado prematura, en su opinión) Guderian va perdiendo la fe en los nazis y en su comandante supremo, aunque nunca deje de cumplir su deber.
Recuerdos de un soldado es una obra que interesará a los más fanáticos y estudiosos de la Segunda Guerra Mundial, pero que quizás sea demasiado detallista y prolija en ciertos aspectos para el lector medio. No ofrece una visión general de los acontecimientos, pero sus memorias nos adentran en la creación del arma panzer y en las campañas Francia y el Benelux, hasta culminar en el desastre ruso y en los cada vez más crecientes roces y peleas con el Estado Mayor y con el mismo Hitler. No es un libro de lectura ágil, pero no debe faltar en cualquier buena biblioteca de la Segunda Guerra Mundial.

El origen del hombre (III)


El origen del hombre se encontraba en Asia. Ésa era la corriente de pensamiento de los antropólogos a principios del siglo XX. En 1923, mientras el anatomista Raymond Dart viajaba desde Londres a Sudáfrica para tomar posesión de un poco atractivo cargo al frente del Departamento de Anatomía de la Universidad de Witwatersrand, poco podía imaginar que iba realizar un revolucionario descubrimiento que cambiaría por completo el mapa de nuestro pasado.

Para dar sus clases Dart deseaba contar con restos de huesos con los que ejemplificar las lecciones, y tal vez abrir un museo. A cambio de unas monedas los estudiantes le traían restos de animales que pudieran cumplir tal fin. Un cráneo fosilizado de babuíno, traído desde una cantera en la localidad cercana de Taung, impresionó lo bastante a Dart para que ordenara que buscaran y le trajeran cualquier otro resto que se localizara en Taung.
Un sábado 28 de noviembre de 1924 Dart y su esposa se estaban vistiendo para celebrar un convite por la boda de unos amigos. Llamaron a la puerta. Un par de hombres le habrían traído dos cajas llenas de muestras fósiles procedentes de Taung. Incapaz de esperar, abrió las cajas en la misma entrada. Mientras su mujer se impacientaba y le conminaba a vestirse, pues los invitados estaban a llegar, Dart rebuscó en la primera caja sin hallar nada de interés. En la segunda, en cambio, sí encontró algo que le hizo brillar los ojos. Un molde fosilizado de un cerebro. Dart no podía creer semejante hallazgo. Ningún cerebro fosilizado de simio se había encontrado hasta entonces. Pero aquél no parecía un cerebro de simio común. Desde luego era más grande que el de un babuíno. Seguramente también mayor que el de un chimpancé. Su parte frontal estaba muy desarrollada. Aun así, era demasiado pequeño para ser el de un hombre primitivo. Dart siguió rebuscando, intento hallar alguna pieza que encajara con aquel molde. En una roca encontró un orificio que se amoldaba perfectamente al cerebro fósil. El anatomista sabía que estaba a las puertas de un descubrimiento sin parangón. Darwin había afirmado que el origen del hombre estaba en África. Tal idea había sido desechada por la comunidad científica. ¿Era posible que realmente el padre de la teoría de la evolución tuviera razón?

La pregunta quedó, por el momento, sin respuesta, pues la esposa de Dart le amenazó con buscar a otro padrino si no se vestía inmediatamente. Reluctante, el anatomista dejó los huesos y fósiles. Una vez libre de compromisos se lanzó febrilmente a estudiar los restos. Con las agujas de hacer punto de su mujer fue rompiendo poco a poco la roca en la que encajaba el cerebro, y que albergaba el cráneo del desconocido especimen. Alrededor de las fiestas de Navidad el rostro quedó por fin al descubierto. Los dientes de leche del animal aún no estaban formados. Los restos eran de una cría de corta edad. Sin embargo aquellos dientes no eran de simio. Eran dientes humanos. El cráneo se asemejaba al de un humano. La postura de la cabeza indicaba verticalidad. Mirando aquel pequeño rostro, casi humano, Dart comprendió que había hallado un nuevo homínido que había caminado a dos patas. Aquel cráneo, con rasgos homínidos y de simio, podía ser nuestro más antiguo antepasado, el "eslabón perdido". El Australopithecus Africanus era la prueba de que el origen de nuestros antepasados se hallaba en África. Tan rápido como pudo Dart envió un informe con sus descubrimientos del "niño de Taung" a la revista Nature.

Algunos años antes, en 1912, el arqueólogo aficionado Charles Dawson había encontrado en una pequeña zanja cercana a la localidad de Piltdown (Gran Bretaña) unos restos homínidos que presentó A Arthur Smith Woodward, conservador del departamento geológico del British Museum. Ambos volvieron a la zanja, donde encontraron más restos de un cráneo y un trozo de mandíbula. Una vez reconstruído, Woodward observó que, salvo el occipucio y la capacidad craneal, aquel cráneo era similar al de un hombre moderno. En cambio, la mandíbula era totalmente simiesca, salvo por dos dientes de tipo humano. La conclusión estaba clara. Dawson y Woodward anunciaron al mundo que habían encontrado al "eslabón perdido", mitad hombre, mitad simio. Y, esto ha de tenerse en cuenta, el hallazgo se había realizado en el corazón del Imperio Británico. La comunidad científica británica celebró el descubrimiento. La nación más poderosa había hallado en su suelo los restos arqueológicos más importantes de la historia. La noticia recorrió el mundo. El eco de las voces de asombro apagó a unas pocas que desconfiaron de la extraña perfección de aquel "Hombre de Piltdown", aquel "eslabón perdido" mitad hombre y mitad simio que encajaba totalmente con la concepción que la comunidad científica se había hecho del antepasado común al hombre y al simio.

1925. Un atónito Raymond Dart contemplaba como su teoría del "eslabón perdido" africano era rechazada por la comunidad científica, especialmente la europea. Dart no podía entender como una autoridad de la antropología como Sir Arthur Keith, por otro lado firme defensor del Hombre de Piltdown, relagaba al Niño de Taung a una mera cría de gorila. Los que más afirmaron que los restos de Dart pertenecerían como mucho a una nueva especie de simio emparentada con el chimpancé o el gorila. En general los científicos dijeron que mientras no se encontrara un especimen adulto pocas conclusiones se podrían extraer del Niño de Taung.

El principal apoyo que encontró Dart fue el de Robert Broom, un paleontólogo sudafricano que había venido estudiando a los reptiles, pero que se interesó vivamente por los homínidos tras los hallazgos de Dart. Pero lo que opinara un desconocido paleontólogo sudafricano poco iba a cambiar las cosas. En 1931 Dart viajó con su esposa a Londres para que examinara el cráneo del Niño de Taung. Tras alguna que otra peripecia, con el especimen quedando olvidado en un taxi y siendo descubierto por el aterrorizado taxista que lo llevara a la policía. El viaje de Dart fue en vano; ese pequeño simio africano no era rival para el Hombre de Piltdown.
Mientras, en Sudafrica, Broom se estaba dedicando a buscar un ejemplar adulto de australopiteco. Algunos estudiantes de Dart le hablaron de Sterkfontein, en el Transvaal, donde en una mina se habían encontrado cráneos de babuínos. Su búsqueda no dio frutos, pero en agosto de 1936 volvió a Sterkfontein, donde el jefe de la explotación le entregó un trozo de cráneo, el de un homínido. En los siguientes días Broom encontró más restos de aquel cráneo. Broom bautizó al nuevo especimen como Australopithecus transvaalensis. Siguiendo más pistas de fósiles Broom se trasladó a la localidad de Swartkrans, donde encontró parte de un cráneo y dientes de un especimen adulto parecido al Niño de Taung. El aspecto robusto que denotaban los restos llevaron al paleontólogo a bautizarlo como el Paranthropus robustus.

Los nuevos descubrimientos fueron otorgando a Dart el crédito que merecía. En 1947 un anciano Broom y otro paleontólogo, John T. Robinson, encontraron un cráneo casi completo de lo que llamaron Plesianthropus transvaalensis, aunque era en realidad un especimen femenino de Australopithecus africanus. La "señora Ples", como apodaban cariñosamente al cráneo, se convirtió en la refutación definitiva de las teorías del denostado Raymond Dart. Animado por los nuevos descubrimientos Dart se dedicó de nuevo a la búsqueda de nuestros antepasados. Algunas de las teorías que elaboró respecto al Australopithecus son hoy obsoletas, pero su hallazgo confirmó que África era la cuna de la civilización. Tras el descubrimiento de 1947 Sir Arthur Keith reconoció que Dart había tenido razón. En 1953 una Gran Bretaña que ya no era la primera potencia del mundo quedó sacudida por la noticia de que el Hombre de Piltdown era una falsificación. Ya no había argumentos que pudieran refutar la evidencia. Después de todo Darwin tenía razón respecto a África. Robert Broom ya no estaba allí, había fallecido en 1951.

Remontándonos al menos dos millones y medio de años podríamos encontrar a un especimen de Australopithecus. Por aquella época, en el sur de África, una cría de Australopithecus Africanus fue atacada por algun gran felino o, como sugieren estudios más recientes, un ave rapaz. Esa cría se convirtió en el Niño de Taung. ¿Pero era el A. Africanus el ancestro del hombre, el "eslabón perdido"? De los hallazgos de Dart y Broom surgían muchas preguntas que aun tendrían que ser contestadas.

lunes, julio 21, 2008

La guerra del opio

Mientras China siga siendo una nación de fumadores de opio no existen motivos para temer que pueda convertirse en una potencia militar de ningún peso, puesto que el hábito del opio merma las energías y la vitalidad de la nación.


(El cónsul Hurst ante la Comisión Real sobre el opio, 1895).


Temo el juicio de Dios contra Inglaterra por nuestra iniquidad nacional respecto a China.

(Del diario de W.E. Gladstone, 14 de mayo de 1840).

Con el nombre de “La guerra del opio” se conoce a dos grandes guerras y otra serie de conflictos menores tanto bélicos como diplomáticos que tuvieron lugar durante el siglo XIX entre China y algunas potencias occidentales, principalmente Gran Bretaña.

“Tributo de los bárbaros rojos”. Aquella frase, aplicada al pueblo mongol, anamés y coreano, valió también, en agosto de 1793, para la ondeante bandera del sampán que trasladaba al embajador inglés del gobierno de su majestad Jorge III a la presencia del todopoderoso emperador de China. Junto con Lord Macartney viajaban una gran variedad de productos ingleses de todo tipo, muestra de lo más granado de la industria y ciencia inglesas.


Muchos años atrás, en 1516, China había tenido el primer contacto oficial con la cultura occidental cuando los primeros marineros portugueses arribaron a las costas del gran país asiático. Los holandeses no tardarían en seguir los pasos de los lusos. El primer barco inglés llegó en 1626. Para entonces los comerciantes portugueses ya se habían instalado en Macao.


Desde el principio los marineros y comerciantes occidentales vieron en China su gran oportunidad, y en la mayoría de casos su actitud respecto a los chinos y su gobierno fue de desprecio cuando no de clara hostilidad. En 1637 el capitán Weddell forzó su camino en el estuario del río de las Perlas bombardeando los fuertes del Bogue, la desembocadura de dicho río. La presión por parte occidental siguió creciendo hasta que en 1685 el emperador declaró a la ciudad de Cantón como puerto franco para que aquellos bárbaros pudieran comerciar legalmente. En 1689 los rusos firmaron un tratado con el gobierno chino, instaurándose una caravana comercial periódica entre Rusia y China que cruzaba el temible desierto del Gobi. En 1715 la Compañía de las Indias Orientales establecía sus primeras factorías en Cantón.


Desde el siglo XVI jesuitas y franciscanos habían venido realizando misiones evangelizadoras en tierras chinas, y los primeros llegaron a tener una gran influencia en la corte imperial, hasta que en los primeros lustros del XVII su ascendiente comenzó a resquebrajarse. El cristianismo fue prohibido, pero aun así nunca llegó a desaparecer, pasando a una situación de clandestinidad.


Aunque Macartney logró evitar el koutou, una ceremonia basada en una serie de reverencias que los enviados extranjeros eran obligados a hacer en señal de sumisión al emperador, no logró convencer, sin embargo, al viejo emperador Chien-Lung de la utilidad de aquellos extraños presentes que el embajador británico le había llevado. Como dejó bien claro el emperador, China no necesitaba a occidente.
La subsiguiente política británica respecto a China vino condicionada por diversos factores. La pérdida de las colonias norteamericanas había supuesto un gran golpe a la economía de las islas. Gran Bretaña, que por entonces se encontraba ya en los primeros pasos de la Revolución Industrial, vio como sus manufacturas comenzaban a apilarse en los almacenes sin encontrar salida alguna. Con el mercado europeo saturado y unos Estados Unidos independientes, el país necesitaba dar una salida a todos aquellos productos si no quería que su economía se colapsase. Fue aquella industria y aquellas manufacturas las que condicionaría la política británica a lo largo del siglo XIX.
Otro aspecto importante era el té. Europa, y especialmente Gran Bretaña, habían desarrollado una gran dependencia del té, la seda y la porcelana chinas. El gobierno británico (y otros gobiernos como el francés, a la espera de acontecimientos) había puesto grandes esperanzas en aquél encuentro entre Macartney y el emperador chino. Sin embargo, aquella misión fue un fracaso.

El problema principal que constituyó el germen posterior de los conflictos entre China y los países occidentales fue aquella enorme demanda de té, siempre creciente. Puesto que los chinos no mostraban interés en adquirir los productos europeos, ¿cómo pagar todas aquellas toneladas de té y demás productos asiáticos? La respuesta era inevitable: dinero en metálico, oro y plata.
Tras las guerras napoleónicas Gran Bretaña se había erigido en la primera potencia mundial, con la armada más poderosa del mundo como medio de disuasión principal. Y sin embargo, la balanza de pagos británica se encaminaba cada vez más hacia los números rojos. La sed de té de los británicos estaba esquilmando la tesorería de la primera nación del mundo. La producción de té indio estaba todavía en pañales, con lo que Gran Bretaña estaba a merced de China. Si querían té habrían de pagarlo.
No sólo la nación británica se veía en tales cuitas. Dejando a un lado a Rusia, que disponía de un tratado y trabaja, digámoslo así, por libre, países como Francia o Estados Unidos buscaban también con desesperación un producto que pudiera interesar a los chinos. Cuando quedó claro que China lo único que quería eran metales preciosos, los gobiernos occidentales decidieron forzar el mercado chino a toda costa. Fue Gran Bretaña principalmente quién se decidió a abrir la llave de China de buen grado o por la fuerza. Francia acabaría también alineándose con su antigua enemiga, mientras que los Estados Unidos, cuyos comerciantes y embajadores se mostraron por lo general mucho más respetuosos con el gobierno chino y sus gentes, permanecieron a la espera. Eso sí, no dudaron en aprovecharse de las consecuencias y beneficios que trajeron las guerras del opio.


Opio. Aquella sería el arma que usarían los británicos para doblegar al férreo y hermético gobierno imperial. El comercio con esa droga y el uso de una gran armada y ejércitos modernos serían la llave que abriría el mercado chino.
Tiempo atrás, con las caravanas provenientes de Asia Menor, el opio había llegado a la India. Bajo el gobierno mogol el opio se convirtió en un monopolio floreciente y lucrativo. Cuando la India pasó a ser dominada por Gran Bretaña, el monopolio de aquella droga pasó a manos de los británicos.


No fueron ellos, sin embargo, los primeros en comerciar con opio en China. Portugueses y holandeses llevaban transportándolo a China desde el siglo XVIII, aunque no en grandes cantidades. En un principio había sido adquirida para usos medicinales, pero fue inevitable que los primeros adictos comenzarán a aparecer aquí y allá. En 1769 los chinos importaban mil barriles de opio al año.

En un país sin libertades y con valores muy distintos a los europeos, el comercio y consumo de opio no sólo era ilegal, sino severamente reprobable desde el punto de vista moral. Más que las leyes, la moral confucionista era la que regía a la sociedad china. Obligación y deber era lo más importante para un individuo chino. El respeto y sumisión dentro de la familia se extendía fuera de ésta, en una suerte de pirámide social en la que el emperador, más que un rey o dirigente político, era un gran padre al que todos debían obediencia. En un país sin un sistema democrático las dinastías se alzaban o caían mediante revoluciones. Desde mediados del XVII la dinastía manchú ocupaba el trono de China. Y no conviene olvidar que, a fin de cuentas, los manchúes eran para los chinos un pueblo extranjero.


Sin embargo, a comienzos del XIX, la dinastía extranjera se hallaba inmersa en el comienzo de una crisis de poder. A un emperador débil seguía otro más débil aún, mientras los mandarines de la corte luchaban entre sí por conseguir un poder mayor y mayores riquezas. Desde toda China los gobernadores y mandarines enviaban informes al emperador para informarle de la situación de las diferentes regiones de China. Supuestamente el emperador debía leerlos y dictar las órdenes oportunas. Pero cada vez más aquellos informes eran filtrados por la corte, al tiempo que los propios gobernadores falseaban cada vez más sus informes. Así, la figura del emperador chino se aisló cada vez más de la situación del país al que regía.
Tal vez si la amenaza hubiera sido una revuelta, una invasión bárbara desde el otro lado de la Gran Muralla o un ataque pirata (problemas a los que tradicionalmente el gobierno imperial había tenido que hacer frente) esa situación interna no hubiera importado tanto. Quizás simplemente habría provocado la caída de la dinastía Qing para que una nueva tomara su lugar. Pero ésta vez el gobierno chino se enfrentaba a unas potencias extranjeras con valores y modos de actuar muy distintos de los que poco o nada sabían el emperador y sus servidores. Ese desconocimiento iba a mostrarse fatal para la supervivencia de una China independiente.


En 1799 un edicto imperial había prohibido el comercio de opio. Hasta entonces, la Compañía de las Indias Orientales había subastado el opio entre los traficantes locales. Después la droga era descargada en Cantón de forma ilegal, a modo de contrabando. Muchos funcionarios chinos de la ciudad hicieron su fortuna con los sobornos que pagaban los traficantes. El Cohong, una asociación de empresas chinas designadas por el emperador, actuaba de intermediario con los occidentales. Dicho órgano era supervisado por un miembro de la familia imperial manchú, al que se denominaba Hoppo. A pesar de la prohibición, la compañía británica de las Indias Orientales se las arregló para mantener el comercio ilegal de opio durante casi veinte años, muchas veces en connivencia con el Hoppo, quién, tras haber comprado su puesto a un precio muy elevado, no dudaba en beneficiarse de hacer la vista gorda para recuperar, o incluso doblar, lo perdido. Así, mientras los impuestos (pagados en arroz) iban río arriba por el Pe-Ho hacía Pekín, y los funcionarios se enriquecían, por otro lado la Compañía de las Indias Orientales facturaba un millón de libras al año con su monopolio. Gran Bretaña, por su parte, seguía llenando sus arcas con los impuestos del té que arribaba a sus puertos cada año. En la sombra, los traficantes se embolsaban buenas sumas vendiendo opio en Cantón, mientras que la India comenzaba a obtener grandes ingresos gracias a la exportación del opio tipo Patna.


En los primeros 20 años del siglo XIX el consumo de opio en China se vio estabilizado entorno a los 5.000 barriles anuales. Aunque los occidentales tenían prohibida la entrada en Cantón, durante la cosecha del té les era permitido permanecer en un área llena de factorías y almacenes conocida como “La Fábrica”, situada entre el río y las murallas de la ciudad. Una vez se hubiera embarcado todo el té, los europeos y americanos debían abandonar el lugar. La mayoría volvían a sus hogares en Macao.
La India jugó también un papel importante en los hechos que iban a acontecer. El gobierno británico se veía cada vez más presionado por los industriales del Norte, que clamaban por una salida a todas sus manufacturas. Aunque la India había sido un mercado lucrativo, hacía tiempo que la exportación de manufacturas se había estancado. Sin embargo, si la exportación de opio aumentaba, los beneficios para la colonia serían mayores, con lo que la cantidad de manufacturas adquiridas se incrementaría. Para los potentados británicos aquello estaba tan claro como sumar dos y dos.


En su excelente libro La guerra del opio, Jack Beeching nos ofrece un esquema muy útil para comprender la cadena comercial que iba a desencadenar las susodichas guerras: la décima parte de la renta pública británica provenía del impuesto del té. Ese té estaba financiado con la plata que se obtenía de la venta de opio. Los plantadores de opio eran los que adquirían las manufacturas inglesas. Y para hacer el comercio de opio posible, la Compañía de las Indias Orientales era imprescindible, y dicha compañía estaba apoyada directamente por el gobierno británico, cuya estabilidad económica dependía en gran medida de los impuestos del té.
Así que cuando americanos, franceses y otras naciones comenzaron a llevar opio a China, el monopolio británico se vio obligado a barrer a sus competidores de mapa. Para ello, incrementó la producción de la droga, con lo que el precio del opio descendió. Gran Bretaña conservaría su monopolio, pero para ello se había visto obligada a llenar sus almacenes de aquella preciada droga. Con un precio más bajo y unos ingresos menores las importaciones de té a la metrópoli se podrían resentir, y aquello debía ser evitado a toda costa. Era necesario, pues, que el número de toxicómanos chinos (aunque cabría puntualizar que para entonces también los había en Gran Bretaña) doblara su número. Para entonces una nueva técnica de consumir opio mediante el uso de pipas iba a jugar a favor de los británicos. Antiguamente el opio se consumía siendo ingerido, pero debido a su sabor amargo y a su lenta asimilación por el cuerpo no era un método muy popular entre los toxicómanos. Si se fumaba, los efectos eran inmediatos y el desagradable sabor era eliminado. Como contrapartida, la adicción era mucho más fuerte.


Puesto que el edicto de 1799 de poco había servido, el gobierno imperial decidió usar la fuerza. En 1821 se interrumpió el comercio de té durante dos meses y los contrabandistas fueron detenidos y exiliados a los fríos desiertos del norte de China. Tres barcos británicos fueron apresados y sus cargamentos confiscados. Durante dos años China les puso las cosas difíciles a los occidentales.
Sin embargo, la tecnología iba a jugar a favor de las potencias extranjeras. China apenas contaba con una armada digna de llamarse así. Disponía de pequeñas flotas de juncos armadas con cañones fijos que se usaban para disuadir o apresar a los piratas que surcaban las costas del país. Frente a los modernos buques occidentales, aquellos pequeños barcos no suponían ningún peligro. Pero eso era algo que el gobierno imperial no sabía aún.


Cerca de Macao había una pequeña isla llamada Lintín. Los comerciantes de opio la ocuparon y comenzaron a desembarcar allí su opio, que posteriormente era introducido a escondidas en el continente. El bloque en Cantón era, así, burlado.


Hacia 1830 el monopolio de la compañía británica de las Indias Orientales comenzaba a derrumbarse. Las firmas privadas comenzaron a incrementar su capacidad de maniobra. La compañía Jardine, Matheson & co. disponía en 1831 de más opio que todo el consumo chino de la droga diez años antes. China importaba ya casi veinte mil barriles de opio anuales.
Los famosos clípers, los barcos más modernos y rápidos de su tiempo, aumentaron la efectividad del transporte no sólo de productos legales, sino también del opio. Las cantidades de opio y dinero que se manejaban por entonces eran tan grandes que Cantón sucumbió a sobornos y pagos. La pequeña flota de juncos vigilaba a los clípers que arribaban a la ciudad, y una vez éstos habían descargado sus mercancías, y se alejaban en el horizonte, salían simbólicamente tras ellos, disparando sus cañones a sabiendas de que ya no podían alcanzar a los barcos europeos. Pero ello servía de excusa a los dirigentes cantoneses para demostrar al emperador que no estaban de brazos cruzados. En la corte los informes relatarían como los juncos del mandarín habían puesto en fuga a los barcos de los nuevos “bárbaros rojos”.


En 1833 el parlamento británico abolía oficialmente el monopolio de la Compañía de las Indias Orientales. Iba a llegar entonces la etapa de esplendor para “comerciantes” como William Jardine y James Matheson, que con el tiempo amasarían grandes fortunas gracias al tráfico de opio, regresando a Gran Bretaña como grandes potentados, llegando incluso a ser miembros respetables del parlamento.


En Pekín cundía el temor de que si seguían las cosas así la China que habían conocido y regido hasta entonces desaparecería por completo. Con el aumento del opio importado desde la India crecían los toxicómanos. Las familias se destruían, los adictos enfermaban y morían, y muchos campesinos, adictos a la droga, descuidaban sus campos y malvivían en la indolencia. Por otra parte, la plata china con la que se pagaba el opio comenzaba a ser una preocupación para la tesorería china.
Para sustituir el vacío de la vieja compañía Gran Bretaña comenzó a enviar a embajadores que con el cargo de “Superintendentes del Comerio” vigilarían por los intereses del gobierno en la zona. El primer superintendente fue Lord Napier de Meristoun. Sus órdenes eran seguir las normas chinas impuestas por el emperador y ponerse en contacto con las autoridades. Debía obtener un acuerdo sin usar nunca la fuerza. Por último, aunque nominalmente estaba encargado de regular el comercio, se le prohibió taxativamente interferir en el tráfico de opio.


Su tarea no iba a ser fácil, más aún teniendo en cuenta que a su llegada la política imperial era la de mantener alejados a los extranjeros lo más lejos posible de Pekín. Si Lord Napier pretendía entablar negociaciones con los chinos, había llegado en el peor momento posible. Sin embargo, el británico estaba decidido a desempeñar su cometido. Existía en Cantón un medio de elevar peticiones al gobernador, mediante cartas que eran dejadas en la llamada Puerta de las Peticiones, en la muralla de la ciudad. Lord Napier envió a su secretario con una carta para ser entregada al gobernador. Al no ser considerada una petición, los chinos se negaron a aceptarla. Durante varias horas el secretario se iba entrevistando con mandarines de un rango cada vez más alto, para acabar obteniendo siempre una negativa. Después, al saber que el superintendente no disponía de los permisos necesarios, se le comunicó que debía trasladarse a Macao hasta que tuviera sus papeles en regla. Por consejo de Jardine, Lord Napier se negó a marchar. Envió una petición de ayuda al gobierno británico. Debido a la lentitud de las comunicaciones, el superintendente no podía saber que para entonces el gobierno que le había enviado había perdido el poder. El afamado Duque de Wellington era el nuevo Primer Ministro.
Cuando el virrey Lu-Kun interrumpió parcialmente el comercio en Cantón, Lord Napier pidió al gobierno que empleara la fuerza. Los traficantes de opio siempre apoyaban semejante medida, mientras que aquellos que comerciaban legalmente con el té temían siempre que tales provocaciones dieran al traste con sus negocios.
El siguiente movimiento del británico fue distribuir en la ciudad carteles, escritos en chino, en el que pedía el apoyo de la población china. Ante tal artimaña, Lu-Kun interrumpió todo comercio, la táctica habitual china en estos casos. Lord Napier, que desconocía la manera de obrar de los chinos, y cuya carrera se había forjado entre armas, ordenó a dos buques británicos que navegaran río arriba hasta Wampoa. Si en el estuario del Bogue los fuertes abrían fuego, los barcos británicos debían responder con toda su fuerza. Los dos primeros fuertes lanzaron salvas para avisar a los buques de que debían detenerse. Al hacer caso omiso, los inmóviles cañones chinos abrieron fuego. Armados con unos cañones más modernos, los barcos bombardearon los fuertes hasta reducirlos a cenizas. Tras algunas escaramuzas más, los buques llegaron a Wampoa. La crítica situación finalmente se vio solucionada debido a la malaria. Lord Napier cayó enfermo y su médico le recomendó que se trasladara a Macao. El superintendente fallecería allí poco tiempo después.


Mientras los traficantes de opio clamaban por un plenipotenciario apoyado por una fuerza militar, las autoridades chinas querían tratar con un hombre de negocios y no un militar. El sustituto de Napier fue John Francis Davis, un estudioso de la cultura china y antiguo colaborador de la Compañía de las Indias Orientales. Davis no aguantó mucho allí y fue sustituido a su vez por Sir George Robinson. Al poco tiempo en Londres había nuevos cambios, y Lord Henry Temple, vizconde de Palmerston, uno de los artífices del Imperio Británico bajo el reinado de Su Majestad la reina Victoria, se hacía de nuevo con la cartera de Asuntos Exteriores. Lord Palmerston no tardó en destituir a Robinson y poner en su lugar a alguien con una visión del problema chino más afín a la suya, Charles Elliott, miembro de la Royal Navy e informador del Ministro de Exteriores.
El fracaso de Lord Napier había engañado a los chinos respecto al potencial de los ingleses. Los mandarines siguieron confiando en los métodos tradicionales, sin saber que en un mundo tan cambiante semejantes tretas poco podían hacer frente a la fuerza de los cañones y mosquetes. El primer signo que debería haber puesto en alerta a los dirigentes chinos fue el avistamiento, por primera vez, de un barco de vapor. Ocurrió en 1835, y se trataba del Jardine, el flamante nuevo buque de la compañía de traficantes más importante en aquellos momentos.
En un principio, Elliott tampoco fue recibido por ningún mandarín. El nuevo superintendente decidió seguir una política de contención a largo plazo, para labrarse una buena reputación entre los dirigentes locales. Durante algún tiempo, el británico les seguiría el juego a los chinos.


En 1838 ya eran 40.000 los barriles de opio que entraban en el país. La cifra de toxicómanos se estimaba ya en varios millones, y Lintín seguía siendo un paraíso para los traficantes. El virrey de Cantón intentó dar un golpe en la zona, y se dedicó a destruir todas las galeras chinas que operaban en la costa de Cantón ayudando al comercio de opio. Más tarde los juncos imperiales llegaron a atacar a un buque que transportaba la droga. El precio del opio descendió en picado. La presión china continuó, y en Cantón miles de chinos considerados traidores por ayudar a los extranjeros fueron detenidos y deportados.
Como lección para los traficantes, el virrey Teng ordenó que se ajusticiara en la cruz a un chino que poseía un fumadero de opio frente a las fábricas de los occidentales, en las afueras de la ciudad. La cruz fue colocada cerca de dónde ondeaba la bandera norteamericana. Ésta fue arriada en seguida, ya que se consideraba un ultraje hacia la nación norteamericana. Unos marineros occidentales que presenciaron la escena decidieron intervenir y la emprendieron a golpes con los funcionarios chinos, destrozando de paso la cruz. Una multitud de chinos airados no tardó en comenzar a lanzar piedras a los marineros. En un abrir y cerrar de ojos había estallado una revuelta a las puertas de Cantón. Finalmente el comercio de se interrumpió de nuevo, y a finales de año el emperador nombró a un Alto Comisario para que acabara de una vez por todas con el comercio de opio. El hombre designado era un astuto y experimentado mandarín, de trato afable y aficionado a la poesía, llamado Lin-Tse-Hsu.
A su llegada Lin publicó varios edictos y escribió una carta a la reina Victoria, exhortándola a que ayudara al pueblo chino a librarse de la penosa lacra del opio. La carta fue traducida a un inglés bastante pobre, y, puesto que no había conductos diplomáticos oficiales, el comisario se la entregó a un inglés simpatizante de la causa china.



El comisario Lin


En su cruzada contra la droga, Lin confiscó cargamentos, detuvo a colaboradores chinos, obligó a los toxicómanos a entregar sus pipas, prohibió a los occidentales residentes en Cantón viajar hasta Macao, y en esa misma ciudad quemó todos los almacenes repletos de opio que pudo encontrar. También obligó a los mercaderes a entregar todas las existencias de opio en la isla de Lintín. Un satisfecho Lin creyó haber asestado un golpe tan grande a los traficantes que éstos tendrían que dejar sus negocios ilegales. Lo que el chino no sabía es que en la India toneladas y más toneladas de opio esperaban a ser embarcadas. Para empresas como Jardine, Matheson & co. Aquello no fue sino un simple contratiempo.


Más tarde Lin pensó en dar una lección a los occidentales. Ordenó que un afamado traficante de opio, Lancelot Dent, fuera trasladado a Cantón, dónde seguramente sería ajusticiado. Entonces Charles Elliott entró en acción: burló el bloqueo del Río de las Perlas y trasladó a Dent a su cuartel general. Durante los dos meses siguientes, Lin y Elliott usaron todas las argucias posibles para contrarrestar las medidas del otro, en lo que constituyó una peculiar partida de ajedrez diplomática.
Lin quería hacer firmar a los extranjeros un documento por el cual prometerían cesar en el comercio del opio, pero, ¿cómo garantizar la efectividad de tal acuerdo? Como bien apuntaban los rivales chinos de Lin, con el total control marítimo de los británicos nada les impediría ingeniárselas para llevar la droga de un modo u otro.
La situación en aquellos días era parecida a una guerra fría. Al igual que los Estados Unidos y la Unión Soviética, China y Gran Bretaña se vigilaban, mostraban sus fuerzas militares y urdían distintos planes en la sombra. Cualquier pequeño incidente podía encender la chispa del conflicto armado.
La tensión creció de nuevo cuando 30 marineros que desembarcaron en un pequeño pueblo de la bahía de Hong Kong durante un descanso del viaje se descontrolaron y comenzaron una acción vandálica que acabó con la destrucción de un templo. Y lo que fue peor uno, apalearon a un pobre chino que fallecería al día siguiente. Según las leyes chinas el asesinato se castigaba con la muerte. El capitán Elliott se trasladó en seguida a la zona y trató de repartir dinero entre los familiares y lugareños para aplacar su indignación. También llevó a juicio a los seis principales sospechosos y les condenó a diversas multas y temporadas de prisión que obviamente no iban a satisfacer a las autoridades chinas. Lin exigió que se le entregara al asesino. La atmósfera política se estaba enrareciendo rápidamente, y los ciudadanos británicos comenzaron a abandonar Macao.
Aquellos mismos ciudadanos, que se veían obligados a malvivir en barcos anclados en Hong Kong, celebraron la llegada a las costas chinas de dos nuevas fragatas británicas armadas con poderosos cañones. Mientras tanto, Lin hacía la vida difícil a los extranjeros de Macao, y para recordar a los portugueses que aquella no era una colonia y que estaban allí por permiso chino, el comisario chino realizó una ostentosa visita a la ciudad.
En los días siguientes, mientras Lin contestaba a un memorial del emperador repleto de preguntas sobre aquellos extranjeros (¿era cierto que los extranjeros comían niñas chinas? ¿Acaso era verdad que mezclaban el opio con carne humana?), Elliott y sus compatriotas, negándose a dejar Hong Kong, seguían suponiendo un problema. Y con el comercio interrumpido, no sólo eran los occidentales quienes se resentían de ello. China se embolsaba grandes cantidades gracias a la venta del té, y el comisario estaba deseando que los británicos pudieran volver a comerciar en Cantón, pero por otro lado no podía dejarles retornar a sus negocios con sólo una mera disculpa. Cuando Elliott se negó a entregar al asesino, los chinos cortaron todos los suministros a la comunidad flotante británica.
El superintendente respondió ordenando a tres embarcaciones (su guardacostas, una chalupa y una goleta) que partieran con un intérprete hacia Koulún, la ciudad más importante en la bahía de Hong Kong. Cuando se acercaban a la costa tres grandes juncos chinos se acercaron a los buques ingleses. Desde tierra, un gran cañón vigilaba los movimientos de los extranjeros. El intérprete bajó y entregó dos cartas de Elliott. Los mandarines del lugar dijeron que no tenían autoridad para aceptar dichas cartas. Elliott respondió con un ultimátum: o reanudaban los suministros o hundiría los juncos.


A ojos de los mandarines aquellos pequeños barcos extranjeros no podían rivalizar con los grandes juncos chinos, de tal modo que dejaron expirar el plazo. Con puntualidad británica, la chalupa se encargó de disparar el primer cañonazo. La primera guerra del opio había comenzado.

Según testigos británicos, si el fuego chino hubiera sido más concienzudo podría haber acabado con todos los que allí se encontraban. El intercambio de fuego fue terrible, y el guardacostas tuvo que abandonar el lugar al quedarse sin munición. A pesar de su moderna tecnología, los británicos se encontraban en una franca inferioridad y se vieron incapaces de forzar a los chinos a reanudar los suministros, con lo que abandonaron el lugar.
Aunque la victoria china no había sido ni mucho menos total, los informes enviados al emperador hablaban de una “gran victoria”. Y lo que es peor, la batalla de Koulún convenció a los chinos de que los extranjeros occidentales no diferían demasiado de otros pueblos bárbaros. El propio Lin comenzó a creer que los juncos chinos podían enfrentarse sin problemas a la flota británica. Pero lo cierto es que China no estaba preparada para una verdadera guerra, sobretodo de corte moderno. Las rebeliones e invasiones de tártaros implicaban pequeñas y breves operaciones militares. ¿Cómo comparar esas batallas a las terribles guerras napoleónicas? Sin embargo, en aquellos momentos en que China se iba a enfrentar a su primera guerra con una potencia occidental, todo les hacía creer que la victoria iba a estar de su parte. ¿Cómo perder, si su causa era justa?


Cuando las noticias llegaron a Londres, Lord Palmerston se puso en seguida manos a la obra. Reclutar hombres y fletar barcos no era problema, pero debía convencer al parlamento de la necesidad de costear una guerra contra china. Por supuesto, los cultivadores y traficantes de opio estaban con él, así como los industriales del Norte. Pero no todos consideraban que una política violenta fuera la solución para el problema chino. Aun así, el animal político que era Palmerston logró su objetivo. En un despacho secreto al capitán Elliott le prometió refuerzos para marzo de 1840.
Paulatinamente, la política exterior británica respecto a China coincidía cada vez más con las teorías defendidas por traficantes como Jardine. El propio traficante enviaba informes a Lord Palmerston ofreciéndole su ayuda y punto de vista. Las teorías del pragmático Jardine respecto a China solían ser de lo más acertadas. Aquellos informes acabarían siendo remitidos por Lord Palmerston al Almirantazgo.

A finales de 1839 dieciséis buques de guerra, cuatro vapores armados y varios transportes cargados con 4.000 soldados británicos y cipayos indios partían hacia China. Mientras, Lin se dedicaba no sólo a reclutar soldados mediante las levas, sino que literalmente le dio armas al pueblo, organizando milicias locales para proteger lugares clave como Cantón. En Fatshan, el gran centro metalúrgico chino, se fundieron cañones de cinco toneladas para fabricar modernos cañones europeos bajo la supervisión de algún extranjero dispuesto a colaborar con los chinos. Lin también compró un buque moderno, el Chesapeake, y lo ancló en la bahía del Río de las Perlas.
Por entonces la autoridad de Elliott comenzaba a mostrar fisuras. El capitán sabía las consecuencias que podía traer para el gobierno inglés la firma de las exigencias de Lin. Pero muchos mercaderes honrados que nada tenían que ver con el tráfico de opio estaban cansados de esperar en los barcos anclados en Hong Kong. Uno de esos mercaderes, un tal capitán Warren, permitió que su consignatario firmara aquél documento y llevó su buque hacia Wampoa. Lin, viendo en aquél marino a un inglés honrado, le entregó la carta que tiempo atrás había escrito a la reina Victoria.
La situación para Elliott se tornó muy difícil. Si otros comerciantes seguían el ejemplo de Warren, su autoridad, y la unidad del frente británico, se harían añicos. La desesperación del superintendente era comprensible. Más que nunca, Lin estaba a punto de lograr todos sus objetivos.
Pero un fatídico 20 de octubre de 1839 Elliott recibió un despacho secreto de Lord Palmerston que le informaba de todos los refuerzos que se hallaban en camino a China. A partir de entonces el superintendente tendría mucho más margen para maniobrar.

En noviembre otro incidente encendió los ánimos de todos. Aunque las versiones sobre lo ocurrido son varias, lo cierto es que un barco británico que transportaba arroz, el Royal Saxon, estaba dispuesto a firmar también el documento de Lin. Una flota china al mando del anciano almirante Kuan estaba encargada de proteger a los barcos británicos que llevaran cargas legales. Según algunos relatos, un buque de guerra británico abrió fuego contra el Royal Saxon, y Kuan intervino con sus juncos. Poco antes Lin había dado un ultimátum a la flota anclada en Hong Kong para que abandonaran china. Tal vez Kuan aprovechara la excusa del Royal Saxon para dar una lección a los británicos, o tal vez intentara apresar al culpable de los desmanes que Elliott no había querido entregar.


Aunque Elliott se mostraba conciliador, el capitán Smith, al mando de las dos fragatas inglesas Volage y Hyacinth, estaba cansado de negociar. Viendo que Kuan no retiraba sus barcos, Smith ordenó a las dos fragatas que abrieran fuego. Los cañones fijos de los juncos no lograron hacer blanco en los buques británicos. En una breve lucha de tres cuartos de hora conocida como la batalla de Chuenpi Smith hundió algunos juncos y dañó algunos otros, mientras que el resuelto Kuan, cuya entereza provocó la admiración de los británicos, se retiró con su junco medio hundido a las costas chinas. A principios de diciembre Lin decidió cerrar todo comercio con los británicos.


En los meses de espera que se sucedieron hasta que llegaron los refuerzos, la población británica anclada en Hong Kong se vio obligada a comprar víveres a precios casi de extorsión, mientras que los americanos hacían su agosto comprando toda la seda y té que podían. Gran Bretaña se vio obligada a comprar té a los norteamericanos a cambio de grandísimas sumas de dinero.

Para entonces Elliott se veía impelido a comprender y a ayudar a los chinos. Por su sentido del deber debía seguir la política oficial británica, pero en cartas privadas mostraba arrepentimiento por el modo en que se estaba tratando a los chinos. Siempre que podía evitaba cualquier gesto de fuerza y ayudaba a la población local en lo que podía. Las buenas intenciones del superintendente confundieron de nuevo a los chinos, que creyeron que los británicos no estaban realmente dispuestos a enfrascarse en un conflicto armado con China.

Mientras, los gastos del gobierno británico crecían hasta los dos millones de libras, y además Elliott había prometido a los traficantes de opio que se les compensaría por los cargamentos destruidos o confiscados. A los ojos de cada vez más personas la guerra con China se antojaba inevitable.

Pero cabe también señalar que había muchas opiniones críticas respecto a la política británica en China. Por supuesto, la oposición de los tories descargó en los debates parlamentarios toda su artillería contra Lord Palmerston. Destacados personajes de fuertes convicciones religiosas y morales clamaban contra el comercio del opio que era claramente respaldado por el gobierno de Su Majestad. De modo que no fue extraño que se elevara una moción de censura contra Palmerston. Pero éste era perro viejo, y con su inflamada oratoria logró salvar la peliaguda situación.


Cuando en 1840 llegaron los buques británicos de refuerzo el negocio del opio fue el primero en volver a la normalidad. Se volvió a ocupar la isla de Lintín, y los barcos mercantes que trasportaban la droga iban allá donde fuera la armada británica. Al mando de la flota se encontraba el contralmirante George Elliott, primo del superintendente, y que debido a su cargo se convertía desde entonces en la máxima autoridad británica en la zona. George Elliott, veterano que había servido a las órdenes de Nelson, ciertamente no tendría duda alguna en emplear toda la fuerza que fuese necesaria contra los chinos, a diferencia de su arrepentido primo.

Lin impuso una serie de premios monetarios para inflamar el espíritu combativo de sus tropas. Por ejemplo, la cabeza del capitán Elliott se valoró en 50.000 dólares. Mientras tanto, la armada extranjera se dirigió al norte para poner sitio a la isla de Chusán, situada frente a la desembocadura del Yang-Tsé. Si se establecía una base en Chusán podría amenazarse la ruta del Gran Canal por la que cada año se llevaban los impuestos de grano a la sede imperial.

Tin-Hai, el puerto que constituía la capital de la isla, fue tomada sin demasiadas complicaciones. En Chusán se elaboraba vino de arroz, y Tin-Hai estaba abarrotada con garrafas de aquél licor. Cuando los marineros y soldados las descubrieron, lo que sucedió a continuación fue inevitable. Los ebrios extranjeros saquearon la ciudad. Tras las tropas británicas llegaron a Chusán los traficantes de opio, y tras ellos los misioneros.

Los chinos tal vez estuvieran atrasados tecnológicamente pero no eran tontos. Ya hemos visto cómo llegaron a fabricar sus propios cañones modernos, y lo que no podían adquirir lo copiaban. Cuando vieron los primeros vapores británicas impulsados por una paleta, los chinos fabricaron juncos a imitación de aquellos modernos barcos. Puesto que carecían de una industria para impulsarlos con vapor, las paletas se movieron a base del gran combustible chino, la fuerza humana.

El siguiente destino de la armada fue la desembocadura del Pe-Ho, protegida por los poderosos fuertes de Takú. El Pe-Ho era la salida al mar de la capital, Pekín. Y en aquellos fuertes se podían divisar viejos cañones británicos. Fueron parte del regalo que en su día llevara Lord Macartney al emperador chino.

Con la flota amenazando la salida del Pe-Ho los dirigentes de la zona aceptaron entrevistarse con el capitán Elliott. Un noble manchú llamado Chi San acudió a la cita con el único propósito de alejar a los extranjeros de allí como fuera. Hacía tiempo que la dinastía manchú no era popular en China, y cualquier movimiento en falso podía hacer caer a la centenaria dinastía Qing.

El superintendente se veía entonces presionado por todas partes para que hiciera cumplir todas las exigencias británicas. Sin embargo, su actitud afable hizo pensar a Chi San que podría aplacar a los extranjeros mediante la simpatía y pequeñas concesiones. Para colmo, el primo del superintendente, el almirante Elliott, preocupado por el peligro que pudieran correr sus barcos en el Pe-Ho, alejó a la flota, llevándose toda posible forma de disuasión.

Las evasivas de Chi San continuaron hasta principios de 1841. Por entonces las recompensas ofrecidas por Lin estaban surtiendo efecto y varios ciudadanos y marinos británicos fueron apresados y encarcelados en la ciudad de Ningpo. Las dilatorias de Chi San le valieron el favor de la corte y se le envió a Cantón para que sustituyera al comisario Lin. No sería el único cambio. Se nombró a un nuevo gobernador para la provincia, el sádico Yu Chien.

La flota británica se dirigió entonces a la desembocadura del Río de las Perlas. Los “bárbaros rojos” planeaban destruir los fuertes del Bogue, y convencer así a los chinos de que cesara toda resistencia. Tras un fuerte bombardeo de los buques británicos dos divisiones fueron desembarcadas en Chuenpi, y su fuerte fue tomado. Otro fuerte fue destruido a base de cañonazos. Las tropas de élite imperiales, los selectos guerreros manchúes, fueron incapaces de frenar a las fuerzas británicas. El anciano almirante Kuan se vio obligado a capitular.

El llamado Tratado de Chuenpi fue la consecuencia directa de la derrota china en el Bogue. Los británicos devolvieron Chusán, pero a cambio se hicieron con la colonia de Hong Kong. Se estableció que las relaciones entre Gran Bretaña y China serían a partir de entonces directas y oficiales. Gran Bretaña recibiría también una compensación de seis millones de libras. Por supuesto, todo el comercio sería reanudado en Cantón.

El tratado no resultó demasiado perjudicial para los chinos, pero en realidad no dejó contenta a ninguna de las partes. El emperador no podía aceptar un tratado así, y Lord Palmerston consideró lo arrancado a los chinos como insuficiente. Poco tiempo después Chi San fue arrestado y el capitán Elliott destituido. Por su parte, los esfuerzos denodados del comisario Lin fueron premiados con un destierro a las frías tierras del norte de China.

Todo indicaba que el Tratado de Chuenpi iba a resultar papel mojado. El emperador ya había mandado un ejército al mando de un viejo general, Yang Fang, a Cantón. Por su parte, los británicos intentaban organizarse en su nueva colonia de Hong Kong. Ante la renuencia de Chi San a cumplir el tratado, el por entonces todavía superintendente Elliott hizo otra demostración de fuerza y ocupó la siguiente línea de fuertes de Takú. El propio almirante Kuan se contó entre las víctimas chinas.

Los cambios de nombres en el lado británico llegaron algún tiempo después, en 1842. Las fuerzas militares fueron puestas b ajo el mando de Lord Auckland, gobernador de la India, y el capitán Elliott fue sustituido por Sir Henry Pottinger. La flota se puso al mando de otro veterano de Nelson, el almirante William Parker. Su objetivo era hacer lo necesario para que Lord Palmerston consiguiera para Gran Bretaña mayores ventajas y beneficios que los conseguidos hasta entonces.

La flota viajó de nuevo hacia el norte, a las costas de Fukién, donde tomaron el puerto de Amoy. Allí descubrieron una gran batería de cañones modernos. Los chinos seguían avanzando en su progreso tecnológico, pero las fuerzas extranjeras seguían teniendo una gran ventaja a ese respecto. Más tarde la isla de Chusán fue tomada de nuevo.

La nueva estrategia británica era llevar la guerra al centro de China. Mientras los conflictos habían tenido lugar en Cantón y las costas chinas, la corte imperial nunca se había visto realmente amenazada. Sin embargo, una guerra en el interior del país era algo muy distinto. Los ingleses lo sabían, pero con sus barcos no podían llegar tan lejos. Sin embargo, atacando la ciudad de Nanking, podían amenazar la ruta que los impuestos anuales seguían a través del Gran Canal y del Pe-Ho.

Como base para el ataque los británicos eligieron Ningpo, dónde habían sido encerrados y maltratados los ciudadanos británicos. Pottinger propuso que en represalia por el trato a los prisioneros Ningpo fuera saqueada. Al resto de mandatarios británicos no les pareció buena idea, pero de todas formas el tesoro local fue puesto bajo control británico. Para evitar un saqueo los ciudadanos de Ningpo pagaron un rescate para evitar que su ciudad fuera destruida. Sin embargo, miles de mendigos chinos que seguían a las tropas trataron de hacerse con todas las riquezas que pudieron.

El general Pei Ching Chiao fue nombrado por el emperador para que recuperar Ningpo. Por un momento sus tropas estuvieron a punto de conseguirlo, y llegaron a penetrar en la ciudad, pero la poderosa artillería británica diezmó a las tropas chinas, sembrando de cadáveres las calles de la ciudad. Los británicos no sufrieron baja alguna. Las reservas de tropas chinas, lideradas por el general Chang, un adicto al opio, nunca llegaron a actuar. Pei había sido puesto al mando de Chang, y vio impotente como éste era reducido por la tensión y la falta de droga a un guiñapo incapaz de tomar decisión alguna.

El fracaso de los chinos se pagó caro. Una tras otra las fuerzas expedicionarias fueron tomando poblaciones chinas hasta llegar a Shangai. Allí, unos valerosos 300 guerreros manchúes resistieron durante horas los embates británicos, pero aquélla fue una resistencia fútil. Shangai cayó en manos británicas. Como en otras ocasiones, oficialmente no se saqueó la ciudad, pero mendigos chinos y soldados británicos se llevaron lo que pudieron.

Los fuertes y las ciudades que siguieron encontrando los británicos a su paso no fueron obstáculo para las fuerzas extranjeras y la poderosa artillería naval. Finalmente, la fuerza expedicionaria se situó frente a Nanking. Ante tal amenaza los chinos pidieron una tregua. El emperador envió a tres emisarios para cerrar un nuevo tratado.

En el Tratado de Nanking se ratificó la entrega de Hong Kong a Gran Bretaña, se estableció una nueva compensación de 21 millones de dólares, y Chusán y Amoy quedarían en poder británico hasta que se satisficiera dicha suma. Se abrieron nuevas ciudades al comercio libre, y se estableció que los británicos serían tratados en términos de igualdad con los chinos, y no como salvajes bárbaros. Los chinos que hubieran cooperado con los demonios extranjeros serían amnistiados. La plata que se hallaba en Nanking fue enviada a la metrópoli.

Por supuesto, los chinos se resistieron de la mejor forma que pudieron a cumplir el tratado. Mientras, muy lejos, en Gran Bretaña, las presiones de los industriales seguían pidiendo una apertura total para el comercio en China. Lord Palmerston seguiría siendo el adalid del imperialismo británico en la zona, mientras unas pocas voces clamaban contra el descarado apoyo que el gobierno británico otorgaba al tráfico de opio.

La presión británica sobre el gobierno chino siguió creciendo en los años siguientes, mientras los traficantes de opio aumentaban sus beneficios. El emperador y su gobierno siempre se negaron a legalizar o siquiera aceptar el comercio de opio. Pusieron todas las trabas posibles y utilizaron todo el ingenio imaginable, pero lo cierto es que nunca pudieron parar dicha lacra, hasta el punto que comenzó a cultivarse la flor de la amapola en remotas regiones chinas. Tras más pugnas diplomáticas, incidentes y escaramuzas, llegaría una segunda guerra del opio, en la que ésta vez Gran Bretaña tuvo como aliado a la Francia imperial de Napoleón III. El símbolo final de la caída de China fue el incendio deliberado del flamante Palacio de Verano del emperador, que comprendía amplios jardines y varios edificios y contenía gran parte de las riquezas y obras artísticas enviadas como tributo o regalo por el pueblo y por las naciones bárbaras. Todo lo que no había sido saqueado por oficiales y soldados fue pasto de las llamas. Debió ser como si el palacio de Versalles hubiera sido reducido a cenizas con todo el Louvre dentro.

Tras la segunda guerra del opio el orgullo nacional chino fue prácticamente aplastado. Nuevas y onerosas indemnizaciones tuvieron que ser pagadas por el gobierno imperial. Los extranjeros llegaron a Pekín y abrieron sus embajadas. Gran Bretaña y Francia podrían comerciar libremente en el país. Rusia consiguió abrir las rutas comerciales fluviales y poder olvidarse así de las caravanas del Gobi, además de conseguir ventajas territoriales, otra vieja aspiración rusa. Los Estados Unidos, aunque no participaron en las guerras del opio, no dudaron en aprovechar la situación.


Entrada triunfal de Lord Elgin en Beijing

Para 1864 las exportaciones desde Inglaterra a China alcanzaban más de 20 millones de libras esterlinas. Por supuesto hoy en día el equivalente sería mucho mayor. Apenas veinte años después, a finales de la década de 1870, el comercio del opio se había doblado, alcanzando la cantidad de 105.804 barriles en 1880. 448 millones de metros productos de algodón llegaban a China por aquellas fechas. Gran Bretaña había logrado su objetivo.

Años más tarde, a finales del siglo XIX, la Rebelión de los Boxer marcaría el canto del cisne de la resistencia nacional china. Tras ser aplastada la dinastía de los manchúes finalmente cayó, siendo el emperador niño Pu Yi el último vestigio de la china imperial. Se proclamó la República China y tras varios períodos de crisis y guerras internas en 1948 Mao Tsé Tung instauraba el comunismo y la República Popular China.