viernes, mayo 20, 2011

Simón Bolívar, el Libertador

La Caracas a la que vino al mundo Simón Bolívar un 24 de julio de 1783 era una próspera ciudad comercial y administrativa, capital de la Capitanía de Venezuela, una de las varias divisiones administrativas que formaban el Virreinato del Perú, una de las colonias más grandes e importantes del Imperio Español. Sin embargo aquel Imperio distaba mucho del poderoso Imperio que había hecho temblar al mundo en el siglo XV. Aunque el sol siguiera sin ponerse en los dominios de la Monarquía española, el Dios que lo sostenía ya no hablaba español.

Finiquitada la Guerra de Sucesión con el Tratado de Utrecht en 1713, el poder hispano, aferrado a una imagen del pasado que ya no existía, finalmente fue puesto en total evidencia. Sus posesiones europeas fueron repartidas entre sus victoriosos enemigos, y aunque la Corona pudo retener sus colonias en América, África y el Pacífico, los británicos se preocuparon de asegurarse ventajosos tratados comerciales para operar en puertos españoles en las colonias y un permiso (el asiento) para importar esclavos a los Virreinatos hispanos. El desesperado intento del nuevo monarca español, Felipe V, por volver a recuperar posiciones en el juego europeo en la Guerra de la Cuádruple Alianza sólo llevó a una nueva y sonora derrota que acabó con cualquier esperanza española de volver a su antiguo estatus. A partir de ahora eran otras potencias las que dictaban las reglas. España sólo podía languidecer y observar, mientras se ocupaba de sus asuntos.

Aquellos asuntos afectaban especialmente a las posesiones americanas de España. Sin nada que decir ya en Europa, Felipe V y sus ministros se centraron en recortar las alas a un Imperio que había crecido demasiado libre, ya fuera políticamente, mediante los gobiernos controlados por los criollos (los ciudadanos nacidos ya en las colonias, descendientes, por lo general, de un rancio abolengo español), o ya fueran asuntos más celestiales (es decir, que la Corona decidió expulsar a los independientes jesuitas de las colonias para controlar más directamente lo que ocurría en las Misiones religiosas).

Mientras se retomaba el control de lo que pasaba en Nueva España, el gobierno de Felipe V también introdujo reformas económicas y comerciales que darían un importante empuje al crecimiento económico de las colonias en la segunda mitad del siglo XVIII. Por otro lado, algunas importantes victorias navales en la década de 1740 frente a los británicos aseguraron el tráfico de mercancías y metales entre Nueva España y la metrópoli. Sin embargo, la economía española no acabó de despegar, centrada todavía en una agricultura poco productiva, y con vaivenes políticos que no ayudaron a estabilizar el potencial comercial español, que quedó supeditado al de otras naciones europeas. La Guerra de Independencia norteamericana significó para España, aliada con Francia y las colonias estadounidenses contra Gran Bretaña, la última oportunidad para poder brillar en el panorama internacional.

Las efectivas políticas de control de la metrópoli sobre las colonias a lo largo del siglo XVIII llevó a los primeros levantamientos importantes en Nueva España alrededor de 1780, como la rebelión de Túpac Amaru en Perú o la Rebelión de los Comuneros en Nueva Granada, un año después. Entre las clases dirigentes criollas el descontento había crecido debido a la pérdida de influencia frente a la metrópoli, mientras que en diversas regiones americanas los indígenas, que malvivían ahogados por impuestos y la pobreza, trataban de mejorar su situación mediante esporádicas revoluciones contra la Corona española y sus representantes. Tal era el clima de creciente descontento en Nueva España cuando Simón Bolívar llegó a este mundo.

La familia de Bolívar, descendiente, como muchas otras importantes familias criollas, de importantes ancestros españoles o de españoles que se habían hecho a sí mismos en las Américas, pertenecía a la aristocracia mantuana que dirigía Perú y gozaba de importantes privilegios así como de un importante estatus económico y social. Aquella aristocracia, a la que no sólo se vedaba, con contadas excepciones, el rango más alto de todos (un español siempre sería más que un criollo de las colonias), sino a la que además se había tratado de restar influencia, se empapaba de lo último que llegara de Europa, ya fueran ropas, modas o libros, o ideas, aquellas modernas ideas de la Ilustración que hablaban de igualdad, libertad y de derechos del hombre. Entre los antepasados de los Bolívar se contaban procuradores, capitanes y clérigos.

El padre de Simón, don Juan Vicente Bolívar, era un coronel de las Milicias que vivía con comodidad en el centro de Caracas y que había prestado servicio en Madrid. La esposa de Juan Vicente contaba entre sus antepasados a personajes tan influyentes como los del coronel. Simón era el pequeño de cuatro hermanos, quienes habrían de lidiar con la muerte de su padre en 1786. Al menos, los pequeños no han de preocuparse por su manutención. Juan Vicente ha dejado una espléndida herencia a sus hijos, sabiamente administrada por la madre, María Concepción. De hecho Simón y sus hermanos pasarán entretenidas temporadas en la finca rural de la familia.

En 1792 fallecía María Concepción. Se ocupó de los huérfanos el abuelo de éstos, hasta que un año después el venerable anciano muere también, quedando los pequeños a cargo de un tío suyo, Carlos Palacios. A los hermanos, especialmente a Simón, les resta el consuelo de Hipólita, el ama de cría negra que es la única constante en su vida familiar.

Todas aquellas tempranas muertes en la vida de Bolívar le marcaron claramente, fomentando un espíritu rebelde que empeoró dado el difícil trato que tenía con su tutor. Como todo hijo de aristócrata, Simón recibe su educación básica de varios preceptores, para luego ingresar en la escuela pública de Caracas. Tras una fuga de casa a los doce años, un juez decide ponerle bajo custodia de don Simón Rodríguez, director de la escuela. Rodríguez sabrá ganarse la confianza del joven Simón Bolívar, y de hecho se acabará convirtiendo en su amigo, confesor y mentor político. Será de Rodríguez de quien reciba Simón sus primeras nociones de las ideas de la Ilustración que llegaban de aquella vieja, y nueva a la vez, Europa postrevolucionaria, junto a otros educadores y humanistas como Andrés Bello.

Como en muchas otras familias aristocráticas, correspondía a los hermanos pequeños labrarse una carrera al amparo de la influencia de sus allegados.En 1796, con su mentor Rodríguez en el exilio, el rey Carlos IV aprobaba su nombramiento como subteniente de las Milicias de Infantería de Blancos de los Valles de Aragua, el mismo cuerpo del que su padre había sido coronel. Siguiendo el habitual desarrollo de la preparación de un criollo influyente, el siguiente destino de Bolívar fue la corte de Madrid, donde su tío había logrado hacerse hueco. Bolívar partió hacia España en 1799, aunque hubo de pasar un tiempo en México debido a que el tráfico marítimo fue interrumpido durante un conflicto con Gran Bretaña en el Caribe. Tras desembarcar en Santoña, el joven llegó finalmente a Madrid en junio. Mientras prosigue sus estudios en la metrópoli, interesándose vivamente por la teoría militar y las tácticas, Bolívar sigue, junto a su tío, a la corte española, que se mueve, según la época del año, entre Aranjuez, El Escorial o La Granja.

En Madrid Simón Bolívar continua formándose, mientras va viviendo algunas anécdotas en las que es difícil separar el mito de la realidad. Lo cierto es que en Madrid le llegará el amor al conocer a María Teresa Rodríguez del Toro, la bella hija de otro de los tantos criollos influyentes que pululan por la corte. La relación entre ambos no es del agrado del padre de María Teresa, quien decide alejarla llevándosela a Bilbao. Bolívar logrará el traslado a la ciudad, pero de nuevo, la familia de la muchacha regresará a la capital. Incapaz de obtener otro cambio de residencia, Bolívar reside en Bilbao por un tiempo. Aprovechando las fiestas de la Paz de Amiens, el joven decide visitar Francia en enero de 1802. Al regresar a España Simón recibe por fin la aprobación del padre de María Teresa, y la joven pareja contrae matrimonio en mayo. Un mes después, los recién casados se asientan en Caracas.

La felicidad de Bolívar no durará mucho. Apenas un año después de haberse casado, María Teresa contrae la fiebre amarilla y muere a los cinco días. El golpe para Simón es devastador. Destrozado, Bolívar pone un océano entre él y su dolor. Vuelve a España, pasa un tiempo en Cádiz y después acude junto a su suegro en Madrid. Ambos partirán hacia París, donde algunos dicen que Simón vio coronarse a Napoleón emperador. Seguramente decidiera no dejarse ver aquel día. Bonaparte había traicionado la Revolución. Y aun así, quizás Bolívar soñara, con algo de culpabilidad, con emular las victorias del pequeño corso...

En París Bolívar trata de olvidar junto a la pizpireta Fanny Du Villars, y, sobretodo, se reencuentra con su viejo maestro Simón Rodríguez, quien cierto día le presentará al explorador y pensador Alexander Von Humboldt. Hablan de Sudamérica. La semilla de la revolución está plantada. Pero Humboldt sentencia: no hay en el horizonte hombre que la haga germinar.

En abril de 1805 Bolívar emprende un viaje crucial para su futuro junto a su suegro, Fernando Toro, y su mentor Simón Rodríguez. Los tres peregrinan, a pie, por el sur de Francia, cruzan los Alpes y se adentran en la fragmentada Italia, puesta, al igual que gran parte de Europa, a los pies de Napoleón. Precisamente, el día que habría sido el tercer aniversario para Bolívar y su esposa, el joven criollo asiste, esta vez sí, a la catedral de Milán, donde Bonaparte va a autoproclamarse rey de Italia. Rodríguez le acompaña. El desencanto de Bolívar hacia el otrora defensor de la República francesa es total. Con todo, seguirá la carrera del corso con atención.

Como cualquier turista podría hacer hoy en día, Bolívar recorre Italia empapándose de su historia, su gastronomía y su vino. Visita Venecia, Ferrara, Bolonia... y, por supuesto, Roma. Será en Roma, en la cima del Monte Sacro, el 15 de agosto, mientras cae el sol, cuando Bolívar jure, con Rodríguez y don Fernando como testigos, hacer todo lo que esté en su mano para liberar a Nueva España, y perdurar en sus ideales, a diferencia del traidor corso.

En medio de la cruzada napoleónica contra Gran Bretaña, Simón se despide de Europa. Toma en Hamburgo un navío norteamericano (uno de los pocos países que aun pueden circular con cierta libertad por las costas europeas) que le llevará hasta Charleston. A principios de 1807 se encuentra de nuevo paseando por las calles de Caracas.

Durante los primeros meses desde su regreso Bolívar vive como muchos otros hacendados criollos, cuidando de sus tierras, viviendo a medio camino entre su hacienda y la ciudad. Mientras, se reune con familiares y amigos, narra las últimas noticias de Europa, y escucha, lee, observa. Entiende que el caldo de cultivo de la libertad ya ha sido inoculado y crece por momentos. Allá lejos, en Madrid, el competente conde de Aranda pone sobre aviso al Rey de que algo se cuece allá en las Américas. Una reforma adecuada, un régimen más autonómico, podría apaciguar los ánimos. Pero sus consejos caen en saco roto. Pero esta vez la incompetencia del monarca hispano saldrá cara. El tratado de Fontainebleau no queda lejos. España va a abrir sus puertas a las tropas de Napoleón. El 6 de junio de 1808 José Bonaparte, hermano del gran corso, ocupará el trono español.

Bolívar no es el único que estudia el futuro. En haciendas, casas de verano, cafés, y otros lugares, hay debates y reuniones discutiendo el camino a seguir. Pronto comienzan a separarse dos bandos: los realistas, que buscan mayor autonomía con los Borbones, y los patriotas, que buscan una independencia bajo el reinado nominal de Fernando VII. Se redactan cartas de representación y manifiestos que Bolívar se niega a firmar por no ajustarse a los términos, más radicales, que él desea. Entre los líderes criollos se habla de adherirse a la Junta de Sevilla, el órgano central de gobierno creado tras la batalla de Bailén que aglutina a las fuerzas españolas que se oponen a Napoleón. Pero Simón desea una junta totalmente autónoma y ajena a los asuntos de España. Por tanto, espera un momento mejor, siguiendo los acontecimientos desde su finca.

El 18 de abril de 1810, miércoles santo, llegan noticias desde Europa en las manos de dos comisionados españoles. Fernando VII ha quedado postergado y servil bajo la égida de Napoleón, pero las Cortes de Cádiz le declaran rey legítimo de España. Mientras, el nuevo monarca José I ha nombrado a un nuevo gobernador de Venezuela, Vicente de Emparán, ratificado también en Cádiz. Al día siguiente, mientras se dirige a los oficios de Semana Santa, Emparán es abordado por algunos nobles criollos, representantes del Cabildo de Caracas, quienes le piden que cree una Junta para velar por los derechos de Fernando VII. El gobernador se niega. Será de nuevo abordado a las puertas del templo; la tensión crece y la guardia del nuevo capitán general echa mano a sus armas, aunque Emparán les aplaca. El pueblo, congregado en la plaza, comienza a alborotar. En el ayuntamiento se cruzarán de nuevo las palabras, por lo que Emparán sale al balcón para buscar el apoyo del pueblo. Pregunta si el pueblo venezolano está con él. Situado detrás del capitán general, el canónigo de la catedral, José Cortés de Madiaraga, hace una señal a la multitud para que contesten negativamente. El sentir popular se hace oír: no quieren a Emparán. El airado gobernador proclama a su vez que, siendo así las cosas, renuncia a su cargo. Ha salto la chispa de la revolución. La Independencia de Venezuela, y, a la postre, de todos los territorios españoles en América, ha comenzado.

Actuando, por el momento, en nombre de Fernando VII, el Cabildo establece una Junta Central de gobierno, crea distintas agrupaciones provinciales y envía emisarios al Reino Unido y Estados Unidos buscando apoyos para la causa. Simón Bolívar deja su retiro y se presenta ante la Junta para prestar sus servicios a la causa. Es elevado al cargo de coronel de infantería y enviado como como miembro de una comisión a Londres, donde los representantes de la Revolución se entrevistan con Lord Wellesley, Ministro de Exteriores británico. Wellesley acoge las noticias con comedimiento; no quiere soliviantar a los criollos, pues ahora España es un importante aliado de Gran Bretaña. En septiembre las conversaciones no llegan a ningún sitio, y Bolívar regresa a Venezuela acompañado por Francisco de Miranda, noble y líder revolucionario exiliado tras una fallida expedición militar independentista. De Gran Bretaña Bolívar no trae sólo esa nueva amistad, sino una sana admiración por el sistema parlamentario inglés.

Llegado a Venezuela en diciembre, Bolívar ha de interceder por Miranda ante la Junta, pese a su aura revolucionaria. Pero queda claro a todos que Miranda es un poderoso aliado, y es nombrado teniente general y elegido diputado tras la constitución de un Congreso el 2 marzo de 1811. Ante los nuevos parlamentarios Bolívar propugnará que ha llegado la hora de la acción. Las ansias de libertad han de ser puestas por escrito. La propuesta se realizó un 3 de julio. El 5 el Congreso declara la independencia de Venezuela. Nace una nueva nación, compuesta por la vieja Venezuela, el Virreinato de Nueva Granada y la Real Audiencia de Quito. La bandera del nuevo país enarbola los colores de la fallida expedición independentista de Miranda: amarillo, azul y rojo.

Aunque mayoritaria, la opción independentista no es unánime. Algunas voces -sofocadas con gritos e insultos- rechazan la declaración. Dos viejas provincias, la Coronilla y Maracaibo, se niegan a obedecer a la Junta. Se envían tropas a sitiar y sofocar la revuelta realista en Coro, y se sitia la ciudad de Valencia, con tropas bajo el mando de Miranda. Coro logrará resistir, mientras que Valencia se rinde en agosto. Sin embargo, los focos de resistencia siguen creciendo. Un terremoto sacude Venezuela. Muchos ven en ese desastre natural una señal divina, un furibundo aviso sobre la impía revolución independentista.

Evidentemente el conflicto es ya totalmente abierto. La Guerra de Independencia de Venezuela ya se está librando. La recién nacida República se tambalea, son necesarias medidas desesperadas: Miranda es elevado a la categoría de generalísimo. Éste envía a Bolívar como comandante militar a Puerto Cabello, un bastión de gran importancia estratégica. El joven militar aborda una tarea difícil: el Cabildo no le apoya, y muchos oficiales y soldados se sublevan. Los realistas se hacen con el fuerte y las municiones, y atacan la ciudad amurallada. La resistencia se torna fútil. Bolívar ha de abandonar Puerto Cabello a las fuerzas realistas. En el resto de frentes la situación es más o menos similar. El capitán de fragata Domingo Monteverde avanza con paso firme liderando las fuerzas realistas, que reconquistan el terreno perdido frente a unas fuerzas republicanas debilitadas por las deserciones. Finalmente Miranda ha de capitular en San Mateo el 25 de julio de 1812. La breve aventura de la Primera República de Venezuela llega a su fin.

En el puerto de La Guaira Miranda espera huir en un barco británico. Muchos oficiales republicanos contemplan esta acción como una traición. Detienen a Miranda, a quien entregan a las fuerzas realistas. ¿Cuestión de honor, o una forma de salvarse a sí mismos? Entre esos oficiales hay quien cuenta a Bolívar. Lo cierto es que Bolívar será uno de los oficiales que obtenga un salvoconducto. Mientras se calman las cosas, el coronel trata de hacerse olvidar en Curaçao. El 14 julio de 1816, esperanto todavía su juicio, fallecerá Miranda. Su tumba, pero no su cadáver, ocupará un lugar de honor en el Panteón Nacional de Venezuela. Miranda fue enterrado en una fosa común.

Pasa el tiempo, el coronel republicano se traslada a Cartagena de Indias, donde dedica su pluma a plasmar sus pensamientos y señalar todo lo que falló en la breve aventura de la República. Simón Bolívar encontrará un camino para volver a la acción en la convulsa Nueva Granada (que comprende extensos territorios, mayoritariamente pertenecientes a la actual Colombia), donde ha triunfado, por el momento, un golpe independentista. Bolívar ofrece sus servicios, y el nuevo gobierno le restituye como coronel, enviándole a Barrancas, una pequeña plaza alejada de la acción. No era desde luego el destino que esperaba.

Pero la fruta está madura de nuevo. Monteverde ha incumplido su promesa de una amnistía para los republicanos, y llena las cárceles con independentistas que volvieron a Venezuela alentados por su promesa de un trato justo. Nueva Granada trata mientras tanto de sojuzgar aquellas poblaciones que se mantienen fieles a los españoles. Bolívar decide moverse, y tomando el núcleo de su minúscula dotación militar, la refuerza con voluntarios a quienes entrena para dar un primer golpe, atacando la villa realista de Tenerife. Tomados por sorpresa, la villa cae en sus manos. El coronel reune al Cabildo, entrega órdenes y proclama la libre navegación del río Magdalena. Pronto caen otras poblaciones próximas. La noticia de sus éxitos aumenta el número de reclutamientos. En sus manos Bolívar ve crecer la que será conocida como la "Campaña Admirable".

Aunque sus superiores hablan de entregarle a un consejo de guerra por insubordinación, el avance de las fuerzas de Bolívar es tal que los independentistas comienzan a ver en su improvisada campaña una oportunidad. En el este otro militar, Santiago Mariño, ha iniciado también su propia guerra. A comienzos de 1813 Bolívar captura el importante enclave estratégico de Ocaña. Toda una provincia ya ha caído en sus manos. El curso del Magdalena está en posesión de los independentistas.

Bolívar es nombrado brigadier y ciudadano de Nueva Granada. Quiere lanzarse sobre la provincia de Mérida, pero sus superiores retienen su ímpetu. Pero las tropas realistas no permanecen ociosas, y pronto amenazan con acabar con la liberada Nueva Granada.En mayo Bolívar reanuda su marcha con el beneplácito de sus superiores. La "Campaña Admirable" comienza oficialmente. Simón regresa a Venezuela con aires de libertad. Y con triunfos. Tras tomar Cúcuta, el joven militar se lanza sobre la ciudad de Mérida. Tras tomarla, en sus calles Bolívar comenzará a oir cómo le llaman por el apodo de "El libertador". Poco tiempo después las tropas del brigadier toman Trujillo.

En junio de 1813 Bolívar decide oficializar la venganza contra los españoles y Monteverde, quien traicionó los términos de la capitulación de la República y venía ajusticiando a los prisioneros republicanos desde hacía varios meses. Además Bolívar quería autorizar a sus hombres a responder a la violencia de las tropas realistas ojo por ojo y diente por diente. En la práctica "El Libertador" estaba sancionando las ya terrible represalias que sus hombres llevaban a cabo, respondiendo a las propias atrocidades de los españoles. La que sería conocida como la proclama de la "Guerra a Muerte" no haría sino convertir aquella guerra en una escalada de violencia y venganza entre ambos bandos.

Todo Español que no conspire contra la Tirania en favor de la justa causa, por los medios mas activos y eficaces, será tenido por enemigo, castigado por traidor a la Patria, y en consequencia irremisiblemente pasado por las armas.

Mientras, en Nueva Granada, la extensión del frente de Bolívar comienza a preocupar. Las líneas de suministros se alargan, y se teme una decidida reacción realista desde Venezuela. Sin embargo "El Libertador" hace caso omiso a las órdenes que le llegan y prosigue su avance. Aunque parte de sus comunicaciones se han cortado, Bolívar está resuelto a aprovechar sus éxitos. Aparece con sus tropas donde menos se le esperaba, y pronto caen en sus manos enclaves importantes como el de San Carlos. En Valencia Bolívar inflinge una severa derrota a los españoles. El avance del revolucionario Mariño también prosigue a buen ritmo. La guerra pronto se convierte en una carrera entre los dos por llegar primero a Caracas. Con cada nuevo éxito son más los entusiastas que engrosan las filas independentistas. La Venezuela de Monteverde se desmorona. Esta vez son los españoles quienes huyen presas del pánico. El 6 de agosto un triufante Bolívar entra en Caracas. La "Campaña Admirable" ha terminado. Bolívar ha liberado Venezuela en apenas 90 días. El 14 de octubre recibe oficialmente el título de "Libertador". Se proclama la Segunda República. De nuevo, Venezuela es libre.

Sin embargo no toda Venezuela abraza la causa. Siguen existiendo focos de rebelión y territorios en manos de realistas. En especial, Puerto Cabello, donde las tropas de Monteverde se hacen fuertes. Allí sólo deben aguantar hasta que lleguen refuerzos por mar. Hecho temido que ocurre en 1814, con el desembarco de mil quinientos hombres y toda clase de pertrechos. Libre del yugo napoleónico, España promete a los realistas enviar una expedición que aplaste toda resistencia.

Pero mientras tanto otras amenazas son ya una realidad. En el sur, un tal José Tomás Boves, al que apodan León de los Llanos, reúne en torno a sí a todos los descontentos del campo, agricultores, ex-esclavos, mulatos, bandoleros, y se alza contra los republicanos, atacando a los criollos y a cualquiera que les apoye. El avance de aquel nuevo Espartaco es incontenible, y pronto sus fuerzas amenazan la capital. Bolívar está preocupado por la gran cantidad de prisioneros españoles y realistas que hacinan las cárceles de Caracas y La Guaira. Intenta enviarlos a Canarias con un indulto, pero antes de hacer los preparativos Boves ya se encuentra a las puertas de la ciudad. Resuelto a no combatir con la rémora de los prisioneros tras él, el Libertador ordena ejecutarlos a todos.

Boves y sus revolucionarios son derrotados, pero no vencidos. La situación sigue siendo inestable. Debía por entonces Bolívar comprender a Napoleón y sus cuitas españolas. Por muchas victorias que logre Simón contra Boves, todo parece seguir igual. A la revuelta de Boves hay que añadir el levantamiento de Los Llanos, donde los ganaderos y vaqueros (los llaneros) se han levantado también contra el gobierno de la República, apoyando la causa realista. Bolívar busca apoyos en Londres, a donde manda emisarios pidiendo que el gobierno de Su Majestad reconozca la independencia de Venezuela. Pero sus demandas no son atendidas. El Libertador sabe bien que cuando España haga su movimiento la República, ya tambaleante, no podrá resistir sin ayuda. En los agrestes desfiladeros de La Puerta, donde se librarán sucesivas batallas en las guerras de independencia, Mariño y Bolívar son derrotados y han de replegarse ante el inexorable avance de los llaneros.

Finalmente llega la hora de abandonar Caracas. Más de veinte mil refugiados parten hacia Aragua de Barcelona, con Bolívar y 1.200 fusileros cerrando la marcha. Boves se enseñorea de la capital. Una vez en Aragua, Bolívar presenta batalla. Es nuevamente derrotado y ha de replegarse de nuevo.

Los restos de la Segunda República han de embarcar en Cumaná. Un aventurero llamado Bianchi comanda la flota que ha de llevar a los independentistas a lugar seguro. A Bolívar y Mariño apenas sí le quedan partidarios y unas sufridas tropas muertas de hambre y sed. Bianchi se apropia del fondo común reservado para rehacerse en el extranjero y volver a la lucha. Los antiguos líderes de la República han de rebajarse a tratar de negociar con el bandido italiano. Cuando regresan, descubren que otros oficiales han tomado el liderazgo de la tropa, y son detenidos. Es sin duda el momento más bajo para los otrora salvadores de la patria. Finalmente Bolívar y Mariño serán liberados, habiendo de embarcar con otros oficiales rumbo a Cartagena, el paraíso independentista.

La humillación es total, pero al menos Simón está vivo. Tras resonantes victorias, la marcha de Boves será finalmente aplastada. El "León" perecerá con su aventura como hiciera Espartaco. Los oficiales amotinados de Bolívar y Mariño caerán también a manos de los llaneros. La llegada del cuerpo expedicionario español, al mando del general Pablo Morillo, marca el fin de las revueltas y la reconquista de Venezuela.

Acogido de nuevo en el seno de Nueva Granada, Bolívar se dedica de nuevo a pacificar revueltas y tomar enclaves realistas. Una de sus mayores victorias en este periodo será la conquista de Bogotá el 12 de diciembre de 1814. En 1815 dirige la campaña para reasimilar la provincia de Cundinamarca a los territorios de Nueva Granada. Aprovechando todos estos éxitos Bolívar decide exponer nuevos planes para reconquistar Venezuela. El Parlamento está dividido, y su propuesta no llega a ninguna parte. Desalentado, Bolívar decide dimitir de sus cargos y autoexiliarse, buscando mejor fortuna en otro lugar. Se instalará en Jamaica, donde se dedica a escribir y trazar planes para el futuro. En su ausencia, Nueva Granada será puesta de nuevo bajo control de España.

Desde Jamaica llegan más cartas y manifiestos. Pide ayuda a las potencias europeas, pero éstas tienen otras preocupaciones. Bolívar decide entonces acudir a la recientemente independizada Haití. El presidente Alenxadre Pétion le acoge con los brazos abiertos; Haití está llena de refugiados independentistas. Bolívar logra recavar apoyos de Pétion (a cambio de que Bolívar incluya a los esclavos negros en la liberación) y atrae a la causa a un rico armador de Curaçao, Luis Brion. Ambos prometen ayuda para enviar una expedición a Venezuela. Pero entre los exiliados hay división de opiniones sobre quién debería liderar la campaña. Finalmente el elegido es Bolívar.

Con las goletas del armador Brion a su disposición, Bolívar y los suyos parten hacia la isla Margarita. En el camino logran abordar y derrotar a dos goletas inglesas. Por su valor, Bolívar nombra a Brion Almirante de Venezuela. Las fuerzas expedicionarias llegan a Los Cayos el 31 de marzo de 1816. Se proclama de nuevo la república. Ya en territorio insular, Bolívar, nombrado líder de la nueva República, publica varios edictos por los que libera a todos los esclavos. Pero Bolívar solo cuenta con una exigua cabeza de playa, quinientos hombres y un apoyo naval formado por corsarios, más preocupados por las ganacias que por vigilar sus puestos. Los españoles, que no cuentan con muchas fuerzas en la zona, les sorprenden. Los planes de Bolívar se desbaratan, y le llegan noticias falsas de tropas españolas que están a punto de llegar a la playa. De forma confusa a las tropas libertadoras no les resta sino embarcar como pueden y regresar a Haití.

Allí Pétion le recoge nuevamente, y le promete más ayuda. Bolívar sigue empeñado en volver. A pesar de su fracaso es sabedor de noticias acerca de jefes guerrilleros que ofrecen resistencia a los españoles en diversos puntos de Venezuela. Uno de sus otrora oficiales sublevados, Manuel Piar, sobrevive en Los Llanos. Mariño hace lo propio en Cumaná. La isla Margarita abraza la causa republicana. No hay que perder un momento.

En diciembre Bolívar se encuentra de regreso en Venezuela, al mando de tropas haitianas y de exiliados. El Libertador contacta con sus oficiales y los guerrilleros. El día 31 Simón se reune con Mariño en Barcelona. Después, tras verse aceptado como el líder de la revolución por su compañero, y tras haber ordenado fortificar la ciudad, Bolívar se adentra en el Orinoco, donde Piar ha realizado importantes avances contra los realistas de Angostura. Cuando Simón se reune con Piar, éste ha puesto sitio a la ciudad. Mientras, a pesar de sus fortificaciones, Barcelona cae en manos de los realistas.

En el sitio de Angostura Bolívar confirma a Piar sus ascensos y galones, y le nombra general en jefe del ejército, a cambio de que le reconozca como el caudillo natural de la revolución. El Libertador manda además traer la flota rebelde desde Margarita hasta Angostura a través del Orinoco. Además de la Marina pronto se le unirán parte de las fuerzas de Mariño. Por fin Bolívar comienza a ver formar uno de sus objetivos: un ejército unido que haga frente a los españoles. Su máxima aspiración se cumple cuando las tropas reunidas ante él le proclaman jefe de la República. Sin saberlo, ya tiene al enemigo en casa. Piar no puede resignarse a ser el segundo. Desobedece órdenes directas de Bolívar, y comienza a planear su propio ascenso a la cumbre.

Sus sueños de emular a un César o un Napoleón libertario pronto se desvanecen. Fracasan sus planes para un desembarco en Barcelona, o la ocupación de Angostura o Guayana la Vieja, mientras sus generales no reconocen su autoridad y siguen obrando independientemente del resto. No será hasta que el almirante Brion acuda de nuevo en su ayuda, aportando tropas y armas, cuando sus avances tengan éxito por fin. Angostura y Guayana son tomadas finalmente. Con el poder que le otorgan sus victorias, Bolívar decide acabar de una vez por todas con los escollos para sus planes de unidad y éxito. Manda apresar a Piar, quien es juzgado y condenado a muerte.El general Mariño huye. El ejemplo tiene éxito. Ya nadie pone en duda la autoridad de El Libertador.

Tras declarar Angostura como capital de Venezuela, Bolívar traza planes para llevar a sus tropas a Los Llanos, donde la insurgencia ha dado paso a un reducto independentista dirigido por el general José Antonio Páez. Ambos bandos logran reunirse, y en su diario Páez describe a Bolívar en términos elogiosos. Páez pone a su disposición la pericia y arrojo de la caballería de los llaneros. Éstos tendrán un papel decisivo en la batalla del paso del Apure, que abrirá a los rebeldes el camino hacia el cuartel general de Morillo.

Transcurre 1818 entre sangrientos combates que no acaban de decantar la balanza, aunque sí confirman que Bolívar y su abigarrado ejército se hallan en el buen camino. La libertad de esclavos y decretos favorables a negros e indios aumentan su popularidad y engrosan sus filas con ex-esclavos y nativos descontentos. Incluso acuden voluntarios del extranjero, principalmente ingleses, atraídos por el romanticismo de la batalla por la libertad de un pueblo. Muchos se sorprenden que con un ejército tan variopinto de razas, lenguas y uniformes, Bolívar haya progresado tanto.

La lucha es cada vez más encarnizada. El ímpetu de las fuerzas de Bolívar es inagotable, pero los españoles venden cara su piel. En Rincón de los Toros un grupo de españoles logran sorprender a Bolívar en su tienda. Una rápida reacción saltando de su hamaca salva su vida. Sin embargo, la suerte de las tropas españolas no es mucho mejor.

Aunque combaten valientemente, su suerte está cambiando, y comienzan a sufrir en sus carnes lo que sufrieron las tropas francesas en España: emboscadas, traiciones, matanzas. Creyendo pacificado un territorio, en éste vuelve a estallar la revolución en cuanto los españoles se trasladan a otro lugar. En sus cartas, el general Morillo se queja amargamente de su situación: Estamos entregados a la más espantosa miseria, sin dinero, sin armamento, sin víveres... Doce batallas campales consecutivas, en que han quedado muertos en el campo de batalla las mejores tropas y jefes enemigos, no han sido bastante para exterminar su orgullo ni el tesón con que nos hacen la guerra.

El 15 de febrero de 1819 se celebra el Congreso de Angostura. En él Bolívar aboga por no cejar en la lucha. Los allí reunidos le nombrar presidente provisional y amplios poderes con los que maniobrar. Sintiéndose respaldado, Simón decide lleva a cabo su plan más ambicioso, al que había venido dándole vueltas desde hacía tiempo.

En 1816 Nueva Granada había sido reconquistada por los españoles. Bolívar planea reagrupar a su ejército y lanzar un ataque fulminante y sorpresivo para liberar a aquellas provincias y unirlas a Venezuela. La clave de su plan es flanquear a las tropas españolas cruzando las marismas de Los Llanos, tenidas por infranqueables. De esas zonas inundadas Bolívar piensa hacer sus Alpes, o un ejemplo para las futuras Ardenas. Haciendo cruzar a su ejército por zonas inundadas y montañas, la sorpresa será total.

El camino no será nada fácil. Primero, los soldados habrán de cruzar marismas repletasde mosquitos, donde la mayor parte del tiempo el agua les llega a la cintura y han de acarrear el equipamiento en balsas. La malaria se cobra sus víctimas. Luego deberán soportarlas frías temperaturas de las cordilleras, el mal de altura y la disentería. Los llaneros debían observar con dolor cómo muchos de sus queridos caballos se despeñaban por los angostos caminos andinos.

Sin embargo todas aquellas penalidades tienen su recompensa. Los españoles, que esperan un nuevo embate en las llanuras (donde Morillo ha concentrado a sus tropas), se ven ahora tomados por sorpresa en las montañas. Las tropas españolas en Nueva Granada, menores en número, son incapaces de hacer frente a esa ofensiva inesperada. El 25 de julio Bolívar logra una sonora victoria en la batalla de Pantano de Vargas. La capital queda desguarnecida. El 7 de agosto Simón se enfrenta en Boyacá al grueso de las fuerzas españolas, comandadas por el general José María Barreiro. La victoria de Bolívar es total, y Barreiro rinde sus tropas. Aquel día El Libertador hacía honor a su nombre librando a Nueva Granada del yugo español. El virrey abandona la capital con el resto de sus tropas. El mundo asiste a la noticia con expectación y sorpresa. Muchos alaban el genio militar de aquel intrépido criollo. Sudamérica asiste por entonces a los días de gloria de Bolívar.

Aunque en la capital de Venezuela, Angostura, el Parlamento aparta de la vicepresidencia a un hombre de Bolívar para poner en su lugar a Arismendi, jefe militar de la isla Margarita, las noticias de la gran victoria neutralizan los juegos de poder por un tiempo. El Libertador es recibido en la capital como un héroe, y ya se avanza hacia la idea de crear una gran república. La nión de Venezuela y Nueva Granada tomará carácter oficial el 17 de diciembre de 1819, fecha en que nace la gran República de Colombia.

Quedaba sin embargo trabajo por hacer. El general Morillo, replegado y lamiéndose sus heridas, espera refuerzos desde España. Sin embargo los acontecimientos en la metrópoli favorecerán a los independentistas. En España llega el triunfo de Riego y el Trienio Liberal, con lo que la expedición que se preparaba queda anulada. Solo y aislado, a Morillo no le restará si no pedir una tregua que se le concede en noviembre de 1820. Por su parte, Bolívar cancela los decretos de la "Guerra a Muerte". El acercamiento y la curiosidad entre ambos hombres llevará a un encuentro en Santa Ana el 27 de noviembre.

En 1821 Bolívar ha de tomar de nuevo las armas. Maracaibo se alza en armas y el nuevo sustituto de Morillo, el general La Torre, acude en su ayuda. El armisticio que declarado como roto, y por tanto Simón moviliza a sus tropas. El encuentro decisivo entre ambos ejércitos tendrá lugar en las sabanas de Carabobo. Los españoles son inferiores en número, pero son superiores en artillería. Sin embargo ésta no bastará para evitar la derrota. Aunque los españoles logran llevar a cabo una excelente retirada táctica, nada puede evitar ya la debacle. Con aquella victoria Venezuela quedaba totalmente libre del control español.

No se trataba del único territorio que se veía obligada a ceder la metrópoli. En Chile, Argentina y Perú las fuerzas independentistas también se habían alzado con importantes victorias. En Chile y Perú el papel de libertador corresponde al general José de San Martín. Tanto él como Bolívar serán llamados a Guayaquil, donde los independentistas les piden ayuda, incapaces de sostener la lucha contra las fuerzas realistas de Quito. Acompaña también a Bolívar uno de los generales más jóvenes de Sudamérica, Antonio José de Sucre, quien sirviendo a El Libertador ha realizado una carrera meteórica. Será precisamente en Sucre en quien Simón deposite su confianza, poniéndole al frente de las operaciones en Quito. La campaña será larga y cruenta. Durante gran parte de 1821 Sucre y sus fuerzas batallan sin cesar, aunque no logran la victoria. En noviembre los dos ejércitos acuerdan un alto el fuego de 90 días. El empate técnico es, por el momento, evidente, y los dos bandos han sufrido fuerets pérdidas.

La victoria decisiva no llegará hasta el 24 de mayo de 1822, tras la batalla de Pichincha, en la que Sucre logra por fin infligir una severa derrota a las fuerzas realistas. El camino a Quito queda despejado. En el desfile triunfal Sucre cabalga junto a Bolívar, aclamado de nuevo como libertador de los pueblos. Se cierra así el plan para integrar a los territorios aledaños a Quito en la Gran Colombia de Bolívar. Como recompensa, Sucre es nombrado presidente de la provincia de Quito.

Los días 26 y 27 de julio de 1822 Bolívar y San Martín conferencian en Guayaquil. Lo que allí ocurrió sigue siendo objeto de debate. Por entonces San Martín había participado en las guerras de Argentina, había liberado Chile y gran parte del Perú. A pesar de todo su prestigio, San Martín parecía no brillar tanto como Bolívar. Fuera lo que fuese que sucediera en aquella conferencia, lo cierto es que en septiembre San Martín renuciaría a su cargo del presidente del Perú en septimebre. Tras fallecer su esposa poco después, San Martín desaparecería de la escena emigrando a Europa.

En los dos años siguientes Sucre sigue batallando en Perú, donde, tras la declaración de su independencia por San Martín en 1821, los españoles han seguido resistiendo y contraatacando, tomando y perdiendo Lima varias veces. En febrero de 1824, con Lima recién recuperada a los españoles, el Congreso peruano otorga a Bolívar poderes dictatoriales.

Bolívar considera llegada la hora de reunir fuerzas y expulsar a los españoles de Perú de una vez por todas. Para ello manda traer a la mejor caballería que pueda reunirse en la Sudamérica de entonces: huasos chilenos, gauchos pamperos, llaneros colombianos y venezolanos. Planea sorprender a los españoles en el norte de Perú, en el valle de Jauja, repitiendo su hazaña de cruzar por los Andes y aparecer por donde menos se le espera. El encuentro decisivo con la caballería española tendrá lugar en agosto, en la batalla de Junín. Sucre se manifiesta de nuevo como un excelente militar. Tras la victoria, Bolívar le deja al frente de la campaña, mientras él acude a defender Lima.

9 de diciembre de 1824. Dicha fecha quedará grabada en los anales de la historia de Sudamérica. Aquel día memorable fuerzas de la República de Perú, la Gran Colombia, las Provincias Unidas de América del Sur, Chile y batallones de voluntarios británicos se enfrentarían en la Pampa de La Quinua a las fuerzas del Virrey La Serna y su general José de Canterac, quienes habían planeado caer sobre el ejército de Sucre, inferior en número, cercarlo y aplastarlo, eliminando la amenaza independentista en Perú. Pero el genio militar de Sucre y el ímpetu de sus tropas lograrán darle la vuelta a la tortilla y vencer a un ejército español repleto de desmotivados nativos. En aquella batalla de Ayacucho Sucre alcanzaría su máxima gloria militar, logrando una victoria que no solo cerraría la campaña y la liberación de Perú, sino que finiquitaría el dominio español en América. Desde la metrópoli aun habrían de intentar rescatar sus colonias perdidas, pero la historia ya había girado para siempre. No sería hasta 1873 que España reconocería la independencia de Perú. Sin embargo, aquella noche de diciembre de 1824, Sucre brindaría con sus enemigos. Todos consideraban que habían luchado con valor y con honor, y no había lugar para más rencillas. Ciertamente los días de la Guerra a Muerte quedaban lejos.

Salvo algunos irredentos, la mayoría de fuerzas españoles entregan las armas. Inglaterra reconoce la independencia de todas las colonias, algo que Bolívar había ansiado durante largo tiempo. La fama de Bolívar por entonces es inmensa. Se le conceden pensiones, que Simón gentilmente rechaza. Honores y títulos. Es presidente de Perú, de la Gran Colombia, y se le nombra presidente del país que será bautizado con su nombre, Bolivia. Es el verano de 1825. La obra militar de Bolívar parece por fin acabada. Pero nuevas tormentas se divisan en el horizonte.

En diciembre de 1825 Bolívar entrega la presidencia de Bolivia al fiel Sucre. Ahora que la independencia parece asegurada, El Libertador sueña con crear una federación de países americanos a la que posteriormente se añadirían México, Chile y Argentina. Bolívar espera que la primera piedra de su sueño sea puesta el 15 de julio 1826, fecha de una reunión panamericana de Estados en Panamá. Pero aquel congreso no será sino una prueba de que, una vez alcanzada la independencia, las antiguas colonias españolas están plagadas de conflictos de intereses, desunión y corrupción. La Gran Colombia que preside Bolívar se está derrumbando bajo sus pies.

Por ejemplo, Perú y Colombia no cesan de litigar por soberanía de la rica provincia de Guayaquil. Hay sublevaciones en otros territorios, y muchos políticos no aceptan la dictadura de Bolívar ni sus planes para la Gran Colombia. Antiguos compañeros de armas le abandonan y se cambian de bando. Por todas partes se debate y se discute, se crean bandos; los centralistas contra los federalistas, los partidarios de Bolívar contra los de Francisco de Santander, indios contra criollos, campesinos contra latifundistas, liberales contra conservadores, partidarios de la dictadura contra defensores de una república democrática... en resumen, cunde el desorden.

Presidente de la Gran Colombia, dictador del Perú... Bolívar ve el camino para sus planes poblado de obstáculos, de disensiones. Ordena convocatorias de elecciones, disuelve las Cámaras, cambia gobiernos, pero nada parece funcionar. Como todos los hombres de Estado con mucho poder en sus manos y con plena confianza en sí mismos y en un proyecto, el Libertador cae en la tentación de atajar camino usando los plenos poderes que le habían sido confiados. En mayo de 1826 retira a los municipios peruanos el derecho a elegir a sus prefectos. El siguiente paso será darles poder para que convoquen a los colegios electorales provinciales. De ese modo Bolívar quiere asegurarse la aprobación de una nueva constitución que le refrende como Presidente Vitalicio.

En septiembre Bolívar deja Perú, dejando al cargo a su gobierno para que supervise la aprobación de su constitución. Sin embargo la Corte Suprema rechaza la propuesta. Recurre entonces Bolívar al Cabildo de Lima para que valide las actas de los colegios electorales y quede así aprobada su constitución. Bolívar logra por fin su objetivo, pero su victoria será breve. Diversisas medidas del gobierno del Libertador van haciendo mella en la población: reclutamiento forzoso de peruanos para las "reposiciones" (el reemplazo de las bajas del ejército de Gran Colombia), presencia de tropas grancolombianas en el Perú o el reestablecimiento del Tributo indígena, aunque también implató medidas para asegurar la libertad de los hijos de esclavos o acabar con la mita, el sistema de trabajo semiesclavista de los indígenas. También instauró neuvos colegios nacionales y fundó periódicos, aunque por otro lado aprobaba una nueva Ley de Imprenta que le protegía contra los ataques de la prensa.

Mientras nacía una república con su nombre (Bolivia), en Perú Bolívar combatía a sus opositores políticos con la represión. No eran, sin embargo, razones dictatoriales y egoístas las que le movían, sino una firme decisión de implantar su modelo de Estado, y para ello no dudó en emplear medidas autoritarias. Sin embargo para sus enemigos el Libertador se estaba deslizando rápidamente por la pendiente de la dictadura.

Como si quisiera demostrarles lo equivocados que estaban, Bolívar renunciaba a la presidencia vitalicia en enero de 1827. Veía cumplida su labor, y creía que era hora de poner orden en Venezuela. Allí la crisis económica y la lucha entre federalistas y centralistas estaba ahogando la nación. Además un movimiento independentista cada vez más fuerte abogaba por la separación de la Gran Colombia.

En abril de 1828 se forma una asamblea constituyente en Ocaña para reformar la Constitución de Cúcuta. En la llamada Convención de Ocaña los bolivarianos y los santaderinos tratan de limar asperezas y llegar a un acuerdo para una nueva constitución. Pero las negociaciones llegan a un punto muerto y en junio se da por concluida la asamblea. Los partidarios de Bolívar le aclaman como dictador. El Libertador recogerá el guante. El 27 de agosto aprueba la Ley Fundamental por la que se le nombra dictador vitalicio y que deja sin vigencia a la Constitución de Cúcuta. En septiembre se nombra a Santander Ministro Plenipotenciario ante los Estados Unidos. Una forma de alejar a su principal rival.

La noche del 25 de septiembre el palacio del Gobierno es asaltado. Los partidarios de Santander buscan derrocar a Bolívar e instaurar un gobierno democrático. Tras acabar con los guardias será Manuela Sáenz, la amante de Simón, espada en mano, quien contenga momentáneamente a los intrusos el tiempo suficiente para que el dictador huya por el balcón.

La conjura fracasa, y Bolívar toma sus represalias. Muchos de los participantes son ejecutados. A Santander la pena capital se le conmuta por el destierro. Tras la conjura se acentúa su autoritarismo. Sin embargo sus poderes no puede evitar que la disputa entre Perú y Colombia acaben derivando en un conflicto armado.

Conforme declinan su poder y su gloria así lo hace también su salud. Afectado por la tuberculosis, Bolívar se agota con facilidad y ha de guardar cama cada vez con más frecuencia. En palabras del propio Simón, lo que no deja duda es que me siento sin fuerzas para nada y que ningún estímulo puede reanimarlas.

Después del intento golpista en septiembre Bolívar no duda en gobernar por decreto, ejerciendo son tapujos su poder dictatorial. Sin embargo goza cada vez de menos apoyos, y los acontecimientos prueban ser más poderosos que sus atribuciones. Aunque logra sofocar una rebelión en Nueva Granada, la guerra entre Perú y la Gran Colombia no cesará hasta que sea el propio presidente peruano quien decida proponer un armisticio a cambio de una promes apara estudiar los problemas territoriales del Perú. Mientras tanto Venezuela sigue ardiendo con la yesca de la independencia.

A finales de 1829 el Acta de Caracas firma la ansiada independencia. Se desconoce la autoridad de Bolívar y de su gobierno colombiano. Para las fuerzas independentistas Venezuela ya no forma parte de la Gran Colombia.

Bolívar responde con la convocatoria del Congreso Admirable en enero de 1830. Será su último momento de gloria. El Libertador es recibido con aplausos. Se reunen allí los héroes de las guerras de independencia. Bolívar presenta su renuncia a los poderes que le han conferido, pero su propuesta es rechazada. Su plan es conciliar a todas las partes en pugna dentro del Estado y salvar a la Gran Colombia, una tarea titánica que se antoja imposible. Bolívar sigue siendo El Libertador, una institución y un símbolo de la independencia sudamericana, pero en el Congreso queda patente que políticamente se asemeja a una herramienta que ya no es útil. Su intento de reconducir a Venezuela dentro del redil de la Gran Colombia fracasa. Días después, desde su descanso en su Quinta de Fucha, Bolívar envía su renuncia irrevocable al Congreso. Está enfermo, carente de apoyos, y en el país que ayudó a liberar le consideran un mal, un lastre para el avance de Venezuela como Estado.

Alejado de todo y de todos, viejos amigos como Sucre le escriben las que serán sus últimas cartas. Congresistas afines le piden el retorno, e incluso algún levantamiento tardío y de corta vida le reclaman de vuelta para que arregle los problemas de aquella Gran Colombia que se desmorona. Pero Bolívar rechaza todas las propuestas y parabienes. Piensa en ir a Europa, aunque su renta no le permite vivir cómodamente tan lejos. En Venezuela le quieren fuera del territorio. Los nuevos dirigentes venezolanos exigen como una de las condiciones para establecer negociaciones el que Bolívar abandone su territorio.

Bolívar llega a divisar un puerto para marchar a Jamaica, pero su salud decae. Y llega entonces la noticia del asesinato de Sucre, cuya autoría todavía es objeto de debate. El tremendo golpe moral acelera el declive físico del Libertador. Simón se retira a la finca de un amigo, la Quinta de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta (en la actual Colombia). Allí su salud irá decayendo cada vez más, hasta que el 17 de diciembre, rodeado de los suyos, fallece en su cama. Tenía 47 años.

domingo, febrero 06, 2011

La batalla de las Termópilas

Caminante, ve a Esparta y di a los espartanos que aquí yacemos por obedecer sus leyes. Simónides de Ceos.

Durante siglos la batalla de las Termópilas, enmarcada dentro de la segunda de las Guerras Médicas, se ha considerado como uno de los momentos culminantes de la Historia Antigua, aquel en que la cuna de la civilización occidental, extendida hoy por varios continentes, luchó por su supervivencia. En las Termópilas muchos han creído ver la eterna lucha entre Oriente y Occidente, entre tiranía y democracia, el honor y el deber contra la superioridad numérica. Las Termópilas significaron eso, mucho menos, y mucho más. Entre los griegos había ciudadanos, súbditos, siervos de tiranos. Entre los persas había un significante número de griegos, dispuestos a luchar contra otros griegos. La posible derrota helena quizás no habría significado el fin de la civilización griega, ni habría tenido porque conllevar el que ahora Europa occidental hablara lenguas parsi en vez de romance. En las Termópilas posiblemente no se jugaba la salvación o la total destrucción a una sola carta. Y desde luego no todos los griegos luchaban por lo que nosotros entendemos como democracia.

Pero, sin lugar a dudas, quienes se enfrentaron a las fuerzas persas, tenían claro que luchaban por algo sagrado: su libertad. No necesariamente nuestra libertad, pero sí la del siglo V antes de Cristo.



A principios del siglo V a.C. el Imperio persa de los Aqueménidas se extendía desde sus confines en Oriente, bordeando en Hindukush y Gandara, limitando con el río Indo, hasta la península de Anatolia en occidente, dominando también algunas islas del Mar Egeo. Al noreste, el Imperio dejaba caer su sombra sobre Sogdiana y Bactriana, al norte de la actual Afganistán, siguiendo al sol hacia poniente, pasando por Partia, la antigua Media, el Cáucaso, Armenia, y las costas del Mar Negro. Al sur, el Mar Arábigo, el Golfo Pérsico y el norte de Arabia delimitaban los confines del Imperio. Además, el rey Cambises II había incorporado al Imperio persa al otrora poderoso Egipto. Así pues, cuando Jerjes I accedió al trono, la antigua Persia no era sólo el más extenso imperio que hubiera conocido el hombre, sino que además ningún otro había experimentado un desarrollo tan rápido.

Frente al mayor imperio de su tiempo se encontraba la Hélade, ese conjunto de pueblos helenos que se repartían en diferentes polis o ciudades autónomas, y cuyo único nexo entre ellas eran una religión y una lengua (con sus múltiples dialectos) comunes. A comienzos de aquel siglo V, la Hélade, y el mundo griego, no se limitaba a las fronteras de la moderna Grecia. En constante pugna con los fenicios, las polis griegas habían enviado a su exceso de población allende los mares, buscando ventajosos puestos para el comercio, en lo que habían de ser futuras colonias griegas. Las había en el Mar Negro, en la Península Itálica, en el Norte de África, en la futura Hispania, y en Sicilia, eternamente disputada a los fenicios. Algunas de las más importantes se encontraban en Anatolia, junto a auténticas y poderosas polis griegas como Focea y Mileto. Sin embargo aquellos territorios anatolios habían pasado a formar parte, algunas décadas atrás, del Imperio Persa, cuando el antiguo reino de Jonia fue conquistado por el poderoso rey persa Ciro.

La dividida Grecia (si se me permite el término actual) que había de hacer frente a los persas en el año 480 no había estado mucho más unida en el 499, cuando el tirano de Mileto, Aristágoras, había decidido levantarse contra la opresión persa, animando a otras ciudades griegas de la costa de Anatolia a hacer lo mismo. El tirano pidió ayuda a sus primos griegos del otro lado del Mar Egeo, obteniendo una fría respuesta, y una parca ayuda de la por entonces importante pero no demasiado poderosa Atenas, y de la potencia naval de Eretria, en la isla de Eubea. El por entonces Rey de Reyes, Darío I, no se quedó de brazos cruzados. Su respuesta fue contundente, y los persas se lanzaron a una campaña de devastación que aplastó irremediablemente la revuelta jónica.

El apoyo de la Hélade, compuesto principalmente por Atenas y Eretria, no había de quedar impune. Se dice que Darío había dado orden de que, cada vez que se sentara a la mesa para comer, un sirviente le dijera al oído tres veces: "¡Señor, acordaos de los atenienses!". La revuelta jónica había de ser la causa de la primera Guerra Médica.

En el desenlace de aquel primer enfrentamiento entre persas y griegos tuvieron un papel la preparación, las alianzas, algo de suerte, la visión de Temístocles, gobernante electo de la capital ática, unas sabias tácticas navales en Salamina, el sacrificio de Eubea, una mítica carrera del atleta Filípides, y una batalla, Maratón, que dio finalmente al traste con las esperanzas de Darío de someter a la Hélade.

El rey persa se retiró a regañadientes, pero decidido a volver. Sus planes de venganza hubieron de ser aplazados debido a una revuelta en Egipto. Pero el todopoderoso señor de Persia no llegaría siquiera a ver las llanuras de Gizah. La muerte llegó antes, y su hijo Jerjes ocupó el trono en su lugar. Pero tampoco él olvidaría el inconcluso "asunto" de la Hélade.

Al otro lado del Egeo los griegos respiraban tranquilos, por el momento. Como si de cierto olor extraño en el aire se tratara, en el ambiente de las polis griegas flotaba la sensación de que los persas no tardarían en volver. De hecho, tras su frustrada invasión, el Imperio se encontraba cada todavía más cerca, pues Tracia y las Islas Cícladas habían sido conquistadas por los persas. En Atenas recordaban lo cerca que habían estado de sucumbir a las tropas persas. Entretanto, al otro lado del istmo de Corinto, en Esparta, sus ciudadanos guerreros sabían que el hecho de haber llegado un día tarde a Maratón no les salvaba de la venganza persa. Tampoco el modo en que habían tratado a los emisarios persas, años atrás, lanzándolos a un pozo. Si volvían los persas, y acababan con Atenas, Esparta sería la siguiente.

Esparta, una polis griega que hablaba dorio, situada al sur del Peloponeso, bajo el Monte Taigeto, bañada por el río Eurotas, en la península meridional de la actual Grecia. Esparta la grande, la poderosa, que había logrado dominar Arcadia, Laconia, Mesenia, haciéndose con el control de la península, salvo la eternamente enemiga, y siempre derrotada, Argos.

Esparta, la ciudad de los hombres libres, de los guerreros profesionales, que basaba su poder, entre otra cosas, en la dominación y esclavización de otros griegos, los ilotas, a quienes cada año Esparta declaraba la guerra, para, de ser necesario, poder degollarlos o aplastar sus ocasionales levantamientos sin incurrir en un derramamiento de sangre pecaminoso. Entre los ilotas y los espartanos de primera clase se encontraban los periecos, ciudadanos libres, pero de segunda, cuyas alrededor de 80 poblaciones se irradiaban desde la polis espartana, y donde diestros artesanos periecos elaboraban las armas y demás panoplia militar de los hoplitas de Esparta.

Esparta, la temida, con la mejor infantería de la Antigua Grecia, y tal vez de todo el mundo conocido por los griegos. Desde muy jóvenes los espartanos eran criados y entrenados para la guerra. No había negocios que atender, ni artesanías que modelar, ni campos que cultivar. De todo ello se encargaban ilotas y periecos. Los ciudadanos espartanos libres vivían por y para la guerra, y, por ello, sus hoplitas eran una fuerza de elite, bien pertrechada, y totalmente profesional.

Durante el siglo V Esparta y Atenas estaban llamadas a ser las dos grandes potencias de la Grecia peninsular. Habían chocado en el pasado, y volverían a chocar en el futuro. Pero ante un enemigo común, era sensato aparcar las diferencias y unir fuerzas para combatir por la libertad, ya fuera la libertad ateniense, con esclavos (extranjeros en su mayor parte) en el servicio privado, o la libertad espartana, construida sobre la esclavitud institucionalizada de los ilotas.

Alrededor del 484 a.C. Jerjes envió desde Susa, una de las capitales del Imperio Persa, la orden de movilización general, especialmente para las satrapías (divisiones territoriales y administrativas del imperio) orientales. La enormidad del Imperio Persa, la enormidad del ejército que podía levantar, y la propia enormidad del proyecto que se avecinaba, significaba mucho tiempo, planificación y esfuerzo. Tiempo suficiente para que la noticia de que la amenaza persa se cernía de nuevo sobre Grecia llegara a Esparta.

Si en aquel entonces hubiera habido alguna figura parecida al Papa, se podría haber dicho que los espartanos eran más papistas que el Papa, o, dicho de otra manera, más escrupulosamente religiosos que el resto de griegos. Y siendo los antiguos griegos un conjunto de pueblos escrupulosamente religiosos, eso da una idea de lo en serio que se tomaban los espartanos sus compromisos religiosos. Lo cual llevó a que muchos ciudadanos espartanos vieran en aquella noticia una venganza de los dioses por el trato que habían dispensado a los embajadores de Darío. Para tratar evitar las terribles represalias, se decidió enviar a dos espartanos a la corte de Susa, a modo de sacrificio ritual y reparación del agravio. Ofreciendo esas dos vidas a Jerjes, el daño realizado a los persas quedaría subsanado. Tras muchas asambles, dos voluntarios, de noble estirpe, aceptaron sacrificarse en beneficio del Estado; perder la vida por Esparta no significaba nada, era un gran honor: una cualidad en la que se adiestraba a los niños espartanos desde pequeños. Así pues, los dos guerreros partieron hacia Persia, para ofrecerse a Jerjes y reparar así la ignominia de antaño. El Rey de Reyes les recibió, y al escuchar su propuesta, no puedo sino estallar en carcajadas, enviando a los dos humillados espartanos de vuelta a su hogar.
Jerjes estaba dispuesto a eliminar la amenaza helena de una vez por todas, y nada iba a cambiar su determinación. En la Tracia meridional ya habían comenzado los trabajos de invasión en la Calcídica, abriendo un canal que protegiera a la flota persa de las inclemencias del tiempo. También se estaban llevando a cabo obras para levantar un puente de embarcaciones en el estrecho del Helesponto (actualmente los Dardanelos), de forma que el ejército persa pudiera cruzarlo y pusiera pie en la Grecia continental, avanzando así a través de la sometida Tracia hacia Macedonia, el reino heleno visto por el resto de helenos como un atajo de cuasi bárbaros, o griegos de baja estofa.

Al norte de Esparta también llegaron las noticias del movimiento persa, y parecía claro a todos que una resistencia digna de tal nombre había de contar con el respaldo de Esparta y su poderoso ejército. En el mar el asunto era distinto; la flota espartana era exigua, y su principal baza naval, la polis de Egina, había abrazado la causa persa a finales de la década de 490.

En el año 483 un ateniense comenzó a vislumbrar como detener la flota persa cuando se descubrió un importante filón en las minas de plata estatales en Laureo. Aquel ateniense era Temístocles, el artífice de la mejora naval ateniense durante la primera Guerra Médica, y para entonces uno de los más importantes ciudadanos y políticos de Atenas. En la todavía joven democracia ateniense (un inesperado efecto colateral de una expedición espartana a finales del siglo anterior) cada hombre, o más bien, cada ciudadano libre, era un voto, y por tanto la asamblea de ciudadanos libres debía decidir qué hacer con toda aquella plata. Repartida entre cada ciudadano ateniense, aquella plata podría haber equivalido a dos semanas de sueldo de un artesano cualificado. Sin embargo, Temístocles, cuya oratoria y poder de convicción eran célebres, tenía otro plan, y así se lo hizo saber a los atenienses. La amenaza persa era un hecho, y antes que lucrarse con aquella plata, sería mejor pensar en el bien común, y utilizar aquella riqueza caída del cielo (o, más bien, surgida de la tierra) para sufragar una poderosa flota de 200 trirremes, el producto de la tecnología fenicia y las mejoras jonias. Los atenienses aceptaron, pero más que por la amenaza persa, por el recordatorio de Temístocles de la ominosa (y más real y cercana para los atenienses) amenaza de la flota de Egina. O al menos se dijo con el devenir de los años.

Se debiera o no a la astucia de Temístocles, la realidad es que finalmente aquella plata serviría para construir una flota que pudiera constituir el grueso de las fuerzas navales que se enfrentarían a la inigualable flota persa. La segunda cuestión a resolver para levantar una defensa sólida no dependía del oro o la plata, sino de la diplomacia. Fue alrededor del 481 cuando varias polis griegas enviaron sus delegados a una reunión (probablemente en Corinto) para discutir todos los detalles de la resistencia helena. Una de las primeras y más fáciles decisiones fue la de dotar a Esparta del mando efectivo de la futura resistencia. Como primera potencia militar, y como aliado indispensable, el que Esparta comandara la coalición helena era tan obvio como el que hoy en día los Estados Unidos puedan comandar a diferentes fuerzas de la OTAN. El hecho de que los espartanos no destacaran por sus habilidades navales no fue óbice para poner, nominalmente al menos, a un espartano al mando de la flota naval griega.

El resto de decisiones importantes no debieron de ser tan fáciles. Y dada la ancestral división y desconfianza entre las polis griegas, es presumible que la estrategia a seguir no se acabara de determinar ni en aquella ocasión ni en las siguientes asambleas que pudieran seguir a la primera. Es probable que fuera a última hora, con las tropas de Jerjes ya avanzando, cuando se determinara el plan de defensa contra la invasión.

La clave era dónde colocar la primera zancadilla al ejército persa. Inferiores en número, los griegos debían tratar de ganar ventaja eligiendo el terreno. Tesalia, al norte, era la primera opción. El paso del valle del Tempe, entre el monte Osa y el sagrado monte Olimpo, por el que necesariamente habrían de pasar las tropas de Jerjes, constituía un posible lugar en el que tratar de frenar a los persas. Pero aquel paso constituía un frente demasiado débil, fácilmente rodeable. Y cuanto más se alejaba la defensa de la coalición del Tempe, más se acercaban los tesalios al bando persa. Por tanto, el único punto de defensa lógico a continuación era el paso de las Termópilas, situado en los territorios que separaban a Tesalia y Etolia, a pocos metros del Golfo Malíaco. Forzosamente Jerjes había de cruzar aquel paso para después desparramar sus tropas por Beocia y el Ática. En un principio, se consideraba que el desfiladero de las Termópilas era insalvable, y dada su cercanía al mar, era también un lugar excelente para establecer un eje de comunicación con la flota naval griega, que podría fondear en Artemisio, una polis al norte de Eubea. Las Termópilas serían, pues, el primer escollo que habrían de salvar los persas.

Mientras tanto, Macedonia era engullida, sin ofrecer resistencia, por las tropas persas. El avance de Jerjes era lento, dada la magnitud de su ejército y su flota, que seguía a Jerjes costeando el Mar Egeo desde Asia Menor, pero firme. Como se había temido, la mayoría de las ciudades tesalias comenzaron a abrir sus puertas a los persas. Junio tocaba a su fin.

Entretanto, Esparta vacilaba respecto a apoyar con sus tropas la defensa de Grecia. Los Juegos Olímpicos, la competición deportiva y religiosa en honor a Zeus, durante los cuales todas las polis acordaban una tregua, estaban próximos a celebrarse. Por tanto, los escrupulosos espartanos no consideraban la posibilidad de guerrear durante ese periodo. Por si fuera poco, antes de los Juegos, los espartanos habrían de celebrar las carneas, las fiestas espartanas en honor a Apolo. Oro compromiso sagrado que aquellos fanáticos guerreros no podían romper.

En Esparta las leyes, desde que su código fuera instaurado por el mítico Licurgo, eran interpretadas y supervisadas por la gerusía, el senado espartano compuesto por los ancianos de la ciudad. El poder ejecutivo era ejercitado por los diarcas, la pareja de reyes Esparta, que procedían de las dos casas reales espartanas: los Agíadas y los Euripóntidas. Normalmente los hijos sucedían a los padres, aunque no siempre era así, y además aquellos reyes podían ser depuestos, como de hecho lo fue el predecesor de Leotíquidas II, el traidor Demarato, que había buscado refugio entre los persas. Junto a Leotíquidas reinaba, en aquel año del 480 a.C., el rey Leónidas I.

Aunque la preparación de los hijos de reyes espartanos no era un camino de rosas, aquellos destinados a reinar algún día Esparta gozaban de ciertos privilegios respecto al común de los futuros guerreros. Leónidas no gozó de aquellos privilegios. Llegó a ser diarca casi por accidente, y, por tanto, desde los siete años sufrió las penalidades de la educación espartana: rigor, esfuerzo, entrenamiento constante, castigos muy duros, aprendizaje de las leyes, robo para procurarse alimentos, supervivencia... en definitiva, la agogé, la severa educación espartana que incluía la pederastia institucional como parte del aprendizaje: los futuros hómoioi (los "pares" o ciudadanos de pleno derecho), al entrar en la adolescencia, eran asignados a un preparador o tutor, soltero, quien, además de guiar al joven por el buen camino y completar su educación, podía, de forma habitual, mantener relaciones con su protegido. Aunque no todos ejercían ese derecho, tampoco era nada raro o poco habitual.

Los atenienses y sus aliados necesitaban desesperadamente que Esparta apoyara a su coalición. Si muchos espartanos no se daban cuenta o no querían considerar la amenaza persa, el oráculo de Delfos, venerado y respetado por todos los griegos, especialmente los espartanos, podía cambiar aquello. Para empezar, Delfos no estaba demasiado lejos de las Termopilas. ¿Podían permitir que aquel lugar sagrado fuera vandalizado por los persas? Además, el Oráculo debía ser consultado antes de entrar en guerra. ¿Y si en sus enigmáticas respuestas se hallaba la orden divina de que Esparta entrara en combate?

Es posible que Leónidas fuera consciente de que la amenaza persa no se detendría en Atenas. Y desde luego conocía el efecto que el mensaje del Oráculo podía tener entre sus compatriotas. ¿Arregló Leónidas una predicción favorable para hacer entrar a Esparta en la guerra? Algunos historiadores han apuntado esta posibilidad. ¿Fue quizás Temístocles? Imposible asegurarlo. Pero, al parecer, lo que el Oráculo reveló era fácilmente interpretable: Esparta sería destruída... a no ser que uno de sus reyes pereciera. Si fue el rey espartano quien se escondía tras aquella predicción, se aseguró de reservarse el honor y la gloria de morir por Esparta, aquello para lo que eran preparados los hómoioi. Pues solo los espartanos que morían en combate tenían el honor de ser enterrados con un nombre en la lápida.

Así pues se halló finalmente la manera de subvertir las prohibiciones religiosas que ponían a Esparta fuera de la coalición. Pero esa pequeña excepción implicaba también una fuerza expedicionaria excepcional: sería una fuerza de elite (y cualquier expedición espartana lo era), pero meramente representativa. Trescientos hoplitas acompañarían a Leónidas a las Termópilas para su misión suicida. El número no era casual: 300 era el número habitual que componía la guardia de un rey. Sin embargo, Leónidas no se llevó consigo a trescientos guerreros al azar. Dado que seguramente ninguno volvería con vida, eligió a aquellos que ya habían sido padres y dejaban atrás descendencia. En una sociedad construida sobre las espaldas de los numerosos ilotas, el, en comparación, escaso número de espartanos, no podía verse reducido de forma brusca. Para un ciudadano de Esparta tener hijos era un deber tan sagrado como el de estar preparado para morir por su patria.

Aunque la leyenda de las Termópilas gira entorno a Leónidas y sus 300, desde luego su misión suicida no lo fue tanto como para enfrentarse solos al grueso del ejército persa. Leónidas llevó consigo a 900 periecos como tropas auxiliares. Había además, con él, fuerzas de otras ciudades de la Liga Aquea, una suerte de OTAN dirigida por Esparta: tegeatas, arcadios, micenos, y los independientes corintios. Había además aliados del otro lado del istmo: tespios, tebanos, y 1000 focidios, que aportaban un importante número de tropas, cosa que no es de extrañar, ya que prácticamente iban a combatir en su territorio. La Lócrida aportó un exiguo número de soldados, pero junto a los focios realizaron el mayor de los sacrificios, ya que sus pocos soldados eran todos los jóvenes que tenían en disposición de combatir.

Mientras los griegos hacían sus preparativos, los persas seguían avanzando. A mediados de agosto se celebraron los Juegos Olímpicos con los persas ya a las puertas de la frontera meridional de Larisa. Atravesado el río Peneo, ya solo restaba cruzar el paso de las Termópilas.

En la última semana de agosto Leónidas, sus hombres y sus aliados tomaron el paso. Una de las primeras medidas del rey espartano fue reconstruir el Muro Focense, una antigua defensa parcialmente en ruinas. El paso de las Termópilas se extendía a lo largo de cinco kilómetros, serpenteando entre las montañas y la próxima costa del golfo. Tres desfiladeros o "puertas" componían el paso completo. Los griegos dispusieron su defensa en el segundo paso, tras el Muro Focense. Cuando algunos lugareños informaron a las tropas de que había un viejo camino de pastores en la montaña por el que se podía salvar el paso, Leónidas envió allí a los focenses para que guardaran el lugar y estuvieran alerta, evitando así que que su retaguardia pudiera ser copada.

Leónidas y sus espartanos según Jacques-Louis David

Sin duda entre aquellos soldados y hoplitas de la Hélade, que dedicaban la mayor parte del año a sus negocios y sus tierras, debían refulgir los poderosos espartanos, los guerreros profesionales de larga cabellera, equipados con la mejor panoplia y de forma homogénea, tal como nos podríamos imaginar actualmente a un ejército moderno. A diferencia del resto de griegos, que por lo general debían proveerse por sus propios medios (lo que podía llevar a una gran mezcolanza de apariencias y equipo), los espartanos se proveían de un sistema estatal que les daba lo mejor, de pies a cabeza.
El que los hoplitas espartanos combatieran descalzos no era un signo de pobreza, sino una consecuencia del sistema educativo espartano. Casi abandonados a su suerte desde bien jóvenes, sin apenas ropas ni calzado, los pies eran la primera parte del cuerpo que endurecían los futuros guerreros. Para proteger sus piernas los espartanos usaban, como muchos otros hoplitas, unas grebas (las llamadas knêmĩdes), mientras el tronco era cubierto con una coraza de bronce esculpida. Bajo el enorme casco que cubría toda la cabeza sobresalían las largas cabelleras de los guerreros de Esparta. Como defensa portaban un gran escudo cóncavo de madera, en cuya cara pintaban una V invertida, la letra griega lambda, la inicial de Lacedemonia, el nombre que daban los espartanos a su tierra. La panoplia espartana quedaba completada con una pesada y larga lanza de fresno con hoja de bronce, una espada corta y una llamativa capa roja de la cual los espartanos siempre se desprendían antes de entrar en combate.

Cierto día, entre finales de agosto y principios de septiembre, una gran nube de polvo y tierra se levantó en el horizonte. Por fin llegaba el momento tan ansiado por unos, y tan temido por otros. Por fin Jerjes acudía a su cita.

La visión del ejército imperial debía ser impresionante. Aunque los dos millones que apunta Heródoto son evidentemente una exageración desmesurada, es difícil que en tiempos anteriores se hubiera podido contemplar un ejército de tales dimensiones. Compuesto por prácticamente todos los pueblos que conformaban el Imperio Persa, seguramente los vigías griegos pudieron distinguir a las filas persas, vistiendo pantalones, túnicas, arco y flechas, portando escudos de mimbre; a los medas, con parecidas vestimentas (pues de las suyas derivaban la de los persas), liderados por Tigranes; los asirios, con yelmos de bronce, armados con lanzas, puñales y garrotes tachonados; los bactrianos y sus arcos de junco; los escitas sakas, cubriendo sus cabezas con gorros puntiagudos y portando sus temibles hachas de guerra, las sagaris; los indios, con ropas de lana, tenidos por diestros arqueros; los caspianos, con sus capotes de cuero y sus espadas cortas; los sarangianos, con vestidos de alegres colores, botas altas, y arcos de estilo medo; los árabes, armados con arcos largos; los etíopes, vistiendo llamativas pieles de leopardo y león, llevando a sus espaldas arcos y pequeñas flechas, lanzas con puntas de cuerno de antílope; eran conocidos por embadurnarse el cuerpo mitad con yeso y mitad con almagre antes de cada combate; también verían a los libios y etíopes oscuros, que portaban pieles de grulla a modo de escudo; y muchos otros pueblos: partos, corasmios, sogdianos, dadicanos... y, sobretodo, las tropas más temidas de Jerjes, junto a los certeros arqueros medas: los Inmortales, la guardia personal del Rey de Reyes, las tropas de élite que, en número de diez mil, podían fácilmente decidir una batalla. Aquellos guerreros selectos eran llamados así no por Jerjes, sino por los griegos, pues circulaba una leyenda según la cual las reservas de la Guardia Real eran tales que si un soldado caía, otro ocupaba su lugar, con lo que el número de diez mil hombres se mantenía siempre constante. Por ello, aquellas tropas eran conocidas como los Inmortales.

Por supuesto, antes de entablar combate, Jerjes envió emisarios a las líneas griegas. Era presumible que ante la vista de su colosal ejército, aquellas exiguas tropas se lo pensaran mejor. El mensaje del rey persa era claro: ríndete y entrega las armas. La respuesta de los espartanos, conocidos por valorar la concisión (de ahi el término "lacónico"), fue clara y breve. Leónidas respondió: "ven a por ellas". Heródoto gustaba de imaginar a Jerjes ciego de rabia por aquella osadía.

Los griegos se aprestaron a la batalla. Dado que los cascos de los hoplitas (normalmente de estilo corintio, también tracio) eran grandes y cubrían prácticamente toda la cabeza, incluídas mejillas y nariz, la visión era reducida, y el sentido del oído se veía reducido al mínimo. Por ello la infantería pesada griega solía combatir en una formación cerrada, sin fisuras, en la que cada guerrero podía sentir el contacto de su compañero; de ese modo el escudo de un guerrero protegía más a quien tuviera a su izquierda que a sí mismo. Y en ese estilo de combate, los espartanos eran los mejores. Por otro lado, el paso de las Termópilas había seguido elegido, entre otros motivos, porque daría ventaja al estilo combativo griego. Las tropas persas, acostumbradas a maniobrar en campo abierto, haciendo gala de su ventaja numérica, perdían esa baza al tener que combatir en un lugar tan estrecho.

Finalmente Jerjes movió ficha. Incrédulo tras recibir los informes de sus exploradores, que le habían comunicado que habían visto a los espartanos untándose en aceite y peinando sus guedejas, el soberano persa decidió probar la defensa griega con unos cuantos cientos de medos. Leónidas situó a 700 griegos tras el muro focense. Dispuestos en una formación cerrada y con sus largas lanzas en ristre, los hoplitas griegos podían acabar con varias oleadas de tropas persas antes siquiera de que lograran abrirse camino hacia ellos.

Los hoplitas comenzaron a adelantarse. Entonces centenares de flechas de los certeros arqueros medos llovieron sobre los griegos. Las tropas persas avanzaron, y chocaron con los hoplitas griegos. Los medos recibieron la peor parte, pero siguieron atacando. Cuando el cansacio comenzo a hacer mella sobre los griegos, Leónidas avanzó a sus espartanos para tomar el relevo. Sus fieros guerreros acabaron el trabajo, y lo que restaba de los soldados medos se batieron en retirada. Jerjes insistió, y envió a más hombres. Leónidas dispuso entonces a sus espartanos en varias filas que acturían como relevos: cuando la primera fila de hoplitas se agotaria, se retirarían al final de la falange, y la segunda fila combatiría en su lugar, y así sucesivamente, hasta que le llegara el turno de nuevo a la primera fila, ya descansada. Fue así como durante aquel día, oleada tras oleada, Leónidas y sus espartanos rechazaron cada ataque persa, mientras los cuerpos se iban amontonando y la tierra se llegaba de sangre. Con el caer de la tarde, Jerjes desistió, y ambos bandos se retiraron a sus posiciones, mientras las filas de cadáveres cubrían el campo de batalla, llenándose de moscas. Con el agobiante calor del verano aquellos muertos no tardarían en descomponerse.

Con el amanecer del segundo día Jerjes comenzó a mover sus peones. Medos y persas, con sus ropas ligeras y sus escudos de mimbre, se habían revelado incapaces de romper la impenetrable defensa griega. Sin sus carros, ni espacio para la caballería, la ventaja persa prácticamente se había evaporado. El Rey de Reyes probó entonces a enviar a combatientes selectos de cada grupo étnico y pueblo de los muchos que componían sus tropas, pero de nuevo sus soldados fueron rechazados. Fue entonces cuando Jerjes recurrió finalmente a sus mejores guerreros: los diez mil Inmortales. Frente a ellos se erguían los orgullosos espartanos, quienes, a pesar de las bajas, seguían alegres y confiados en la victoria. Les apoyaban el resto de hoplitas griegos.

Ante el atónito Jerjes, quien contemplaba todos los acontecimientos sentado en un trono portátil sobre una colina cercana, los Inmortales, con sus armas cortas y su equipamiento de élite, pero aun así demasiado ligero comparado con el griego, volvieron a chocar contra el muro de las falanges helenas. Los Inmortales no hicieron honor a su nombre, y comenzaron a caer muertos a los pies de las tropas griegas.

En griego moderno, ephialtis significa pesadilla. Y desde luego, una pesadilla era lo que estaba viviendo Jerjes, que veía como unos pocos miles de griegos lograban frenar a su ejército interminable. El segundo día de batalla se le escapaba de las manos nuevamente. Fue entonces cuando apareció el hombre quedaría origen al mencionado vocablo: Efialtes, el traidor, el griego que aspiraba a grandes honores y riquezas. Tras lograr llegar a las líneas persas, Efialtes pidió ser recibido por Jerjes. Aseguraba tener una información crucial para el Rey de Reyes. El soberano le recibió, y sus ojos delineados por el maquillaje debieron de abrirse de par en par al escuchar lo que aquel traidor tenía que decirle. La traición de Efialtes consistió en hacer notar al rey persa cierto camino que rodeaba el paso...

Fue así como se abrieron las puertas del cielo dorado para Jerjes, quien logró por fin un medio de salir de aquel atolladero. Por contra, iba a significar la perdición de Leónidas y los suyos. Aquella noche un nutrido grupo de selectos Inmortales comenzó a triscar por los montes, guiados por el griego traidor. Pronto dieron con el camino que bordeaba el paso. Los mil focenses, aquellos guerreros que la mayor parte del año eran alfareros, comerciantes o criadores de ganado, fueron cogidos desprevenidos al no haber apostado una guardia nocturna. A mil metros por encima de sus cabezas, los espartanos no pudieron escuchar como los pobres focenses eran degollados uno a uno.

Aquel tercer día de batalla el sol que salía por el horizonte no sería el sol de Apolo, sino el de Ahura Mazda, el gran dios persa. La noticia no tardó en llegar a oídos de Leónidas: los focenses habían sido aplastados, el camino montañoso estaba expedito, y por tanto las tropas persas iban a cortar su retaguardia, sino lo habían hecho ya. Es ese momento cuando la leyenda nos dice que Leónidas se quedó solo con sus espartanos para morir en batalla. El rey lacedemonio ordenó a los griegos que se marcharan, pues su sacrificio sería inútil. Observadores más aguafiestas apuntan que quizás, al verse todo perdido, fueran los griegos los que optaran por salir de allí mientras podían. Lo que suele olvidarse al mencionar este episodio es que los espartanos no se quedaron solos: los ciudadanos de Tespias y los pocos tebanos que habían decidido luchar del lado griego se quedaron junto al rey de Esparta y sus guerreros. Todos juntos, espartanos, tespios y tebanos (y seguramente periecos y los desdichados ilotas), combatirían a la sombra de las flechas persas (y como afirmaba la mítica chanza de uno de los espartanos, en respuesta a una burla persa, luchar a la sombra de las flechas, dado el agobiante calor, sería mejor), hasta la última gota de sangre.

Rodeados, los griegos combatieron con pundonor, mientras los espartanos vendían cara su derrota. Aplastar aquel último reducto se cobraría de nuevo miles de vidas del bando persa. Las flechas volaron, efectivamente, y al parecer fueran ellas las que acabarían decantando la balanza del lado persa, especialmente cuando Leónidas fue alcanzado por ellas. El resto de espartanos lucharon fieramente por recuperar el cuerpo de su rey y evitar el ultraje de su cadáver por los persas. Pero la suerte estaba echada. Uno a uno, los espartanos, tespios y tebanos irían cayendo. Los arcos y las flechas, despreciadas por los lacedemonios como armas de cobardes, fueron las que terminaron con los restos de las tropas helenas.

Con las noticias de la derrota en las Termópilas la flota griega, que había estado combatiendo a su vez en Artemisio, decidió retirarse hacia el sur. Mientras, Jerjes avanzaba por Beocia, arrasando el Ática, y entrando triufante en la abandonada Atenas. Sin embargo, en Salamina, a su flota le esperaba una amarga sorpresa.

Es curioso que de la segunda Guerra Médica sea la batalla de las Termópilas, una cuasi aplastante victoria persa (de no ser por las numerosas bajas), la que haya trascendido al mito popular, por encima de la batalla naval en Salamina o de la Platea, donde la infantería griega (entre la que se contaron, esta vez sí, un importante número de espartanos) puso la puntilla final al ejército persa, liderado en esta ocasión por Mardonio, el gran general de Jerjes, a quien el soberano había dejado al mando de la campaña invernal.

Sin duda, aquellos tres días en las Termópilas otorgaron un tiempo precioso a la coalición griega para organizarse, mientras su flota se reagrupaba en Salamina. Pero más allá de la ventaja que pudiera otorgar a los griegos, la gesta de Leónidas y sus trescientos (y de los olvidados griegos que combatieron con ellos) pervivió como un referente al que cada época dio un significado según fuera la situación de los tiempos en que vivían quienes echaban la vista atrás y revivían la hazaña del rey lacedemonio que fue a luchar y por morir por sus ideales, su patria y su libertad. Cada época ha resucitado a Leónidas a su manera; unos vieron en su lucha y sus ideales la perfecta expresión de un hombre completo y un ciudadano ejemplar; otros creyeron ver en los lacedemonios a viejos antepasados que confirmaban sus bizarras teorías raciales; otros no vieron en los espartanos sino a una sociedad militarista y cruel, que esclavizaba a sus semejantes y mancillaba la dignidad humana.

Si Leónidas era en alguna forma realmente parte de alguno de los retratos que de él se han querido hacer, es algo que probablemente nunca sabremos. De lo que podemos estar seguros es que sus espartanos no trataban de salvar la civilización occidental, ni la totalidad de la Hélade. Es probable que en la última acometida aquellos hoplitas pensaran en sus tierras, sus familias, sus leyes, y su libertad. Pocos debieron de dedicar algún pensamiento a los ilotas. Era el modo de pensar espartano. Aquello que les convertía en la mejor infantería de su tiempo. Aquello que hizo que el ejército de Jerjes lo pasara mal durante aquellos tres calurosos días en las Termópilas.