martes, enero 18, 2011

Occidente: una historia alternativa (1769-1996)

En el libro Historia virtual: ¿Qué hubiera pasado si...?, coordinado por Niall Fergusson, se ofrecen diferentes e interesantes contrafactuales de la historia reciente del mundo, especialmente en el siglo XX. Para cerrar su interesante libro, Fergusson, con la presumible ayuda de sus colaboradores, crea una fascinante, y divertida, historia alternativa de Occidente. He aquí un resumen de los hechos:

En el siglo XVIII una Inglaterra regida por los Estuardo derogaba unos impopulares impuestos que habían provocado fricciones con las colonias norteamericanas. A raíz del choque la Corona decide otorgar cierto margen de independencia a las colonias, tal como hará con Escocia o Canadá. Sin embargo, los contrarios a permanecer por más tiempo bajo dominio inglés deciden tomar las armas. Liderados por George Washington, los rebeldes sufren varias y severas derrotas, con lo que quedaba cortada de raíz la sedición en las colonias norteamericanas. Mientras, en Europa, acertadas reformas económicas en Inglaterra y Francia facilitaban la continuidad de las respectivas monarquías de cada país.

A mediados del siglo XIX el profeta judío Karl Marx causa un gran revuelo en Centroeuropa anunciando un Apocalipsis cercano. Congregará un número importante de seguidores, pero las autoridades pronto se desharán de él encerrándolo en la cárcel a cadena perpetua. Sin embargo otros iluminados retomarán su doctrina, entre ellos el más famoso será el sacerdote ruso Vladimir Ulianov.

Temiendo estos brotes religiosos y posibles motines por las eventuales crisis de subsistencia, los Estados europeos tratan de atar más fuerte a sus súbditos mejorando su fuerza policial y centralizando su burocracia. Esta tendencia dará como resultado fuertes oposiciones políticas en los parlamentos europeos, llevando a una división entre centralistas y federalistas. Esta división tendrá su máximo ejemplo en las colonias británicas en Norteamérica, donde los centralistas desean la abolición de la esclavitud, mientras los distintos Estados coloniales esclavistas desean preservar sus derechos federales. La Guerra Civil en las colonias será inevitable.

Liderados por el general Lee, los federalistas del Sur lograrán una decisiva victoria en Gettysburg. Presionados por los ministros británicos Lord Palmerstone y William Gladstone, el Norte se aviene a un compromiso: los esclavos serán liberados pero sin derechos políticos. Como contrapartida, el poder de la figura del Virrey, encarnado entonces por Abraham Lincoln, se verá notablemente reducido. Firmado el acuerdo en 1865, el tratado ponía fin a la guerra, pero Norte y Sur no dejarían de distanciarse cada vez más.

Mientras, en Europa, países como Italia o Prusia se veían constreñidos entre las grandes monarquías europeas, con una población en constante crecimiento a la que no podían dar salida, mientras que Francia o Inglaterra trataban de equilibrar sus balanzas demográficas con la inmigración. Sin poseer colonia alguna, Prusia pronto comenzó a buscar una salida a su situación. Para ello dejó a un lado su ancestral rivalidad con Austria, a la que buscó como aliada. Se reformaba así el Sacro Imperio Romano, modernizado en un moderno Estado federal bajo la égida de Francisco José, quien accedía al trono imperial tras largos debates y la final, y necesaria, aquiescencia de Guillermo I, quien desoyó la furibunda oposición del austrófobo Von Bismark.

En la segunda mitad del siglo XIX Gran Bretaña se encargó de poner coto a la creciente influencia rusa en Europa, impidiendo que la Rusia de los zares se hiciera con las posesiones balcánicas del cada vez más débil Imperio Otomano. Tras las guerras de Crimea (1854-5) y Bulgaria (1878-9) Rusia quedaba momentáneamente fuera de juego en el continente europeo. El renacido Sacro Imperio también comenzaba a acotar sus márgenes de influencia, permitiendo que los reinos de Piamonte y Serbia se hicieran con Italia y los Balcanes, quedando así bajo control indirecto del Imperio.

En Francia todos estos movimientos se observaron con preocupación. Su influencia en el juego europeo era cada vez menor, mientras el poder del Sacro Imperio crecía. Hubo voces que clamaron por un pacto con Gran Bretaña, pero la gran potencia colonial no parecía inclinada a semejante acuerdo. Por tanto, a la Monarquía francesa no le quedó otro remedio que acudir a la Rusia de los zares. Esta nueva alianza puso en guardia al Sacro Imperio, que temía una acción envolvente desde Oriente y Occidente. Pero por suerte los gobernantes austro-prusianos nada tenían que temer de Gran Bretaña. La superioridad naval británica era incontestable, y las pocas colonias que el Sacro Imperio había logrado formar no suponían una amenaza para el Imperio colonial británico, más preocupado por la creciente expansión de Rusia en el Lejano Oriente.

En agosto de 1914 un atentado frustrado contra el Archiduque Francisco Fernando fue la excusa que hizo estallar una nueva guerra europea. El Sacro Imperio finalmente movilizaba a sus fuerzas contra Francia y Rusia, mientras en Gran Bretaña los aislacionistas, liderados por Lloyd George, lograban mantener a Inglaterra fuera del conflicto. La decisión llevó a una inmediata dimisión del Primer Lord del Almirantazgo, Winston Churchill.

Mientras en Londres las distintas facciones seguían luchando en la palestra política, los germanos lograban importantes victorias en el frente del Marne. Para cuando el rey británico conminó a un gobierno de coalición en el que participaran Edward Grey y Churchill (dos de los partidarios de la intervención más destacados), la posibilidad de una intervención en la Guerra se había perdido, debido a los espectaculares avances de las tropas del Sacro Imperio. Como declararía Churchill, haber llevado entonces una fuerza expedicionaria al continente habría sido "demasiado poco, demasiado tarde". En 1915 la victoria de los austro-prusianos era un hecho.

Con el final de la guerra los tratados de Versalles y Brest-Litovsk favorecieron los intereses del Sacro Imperio. Se impusieron graves y cuantiosas reparaciones a Francia y Rusia, al tiempo que se creaba la Unión Aduanera Centroeuropea, que incluía a Francia, Holanda, el Piamonte, Suecia y el poderoso imperio alemán. Muy pronto las potencias extranjeras comenzaron a referirse a la zona de libre comercio como "Unión Europea".

La derrota en la Gran Guerra Europea tuvo graves consecuencias internas para Francia y Rusia. Mientras la dinastía de los Borbones se tambaleaba, en Rusia el zar Nicolás II se veía obligado a abdicar en su hemofílico hijo, Alexei. La posguerra vio nacer, en el Sacro Imperio, a un nuevo y pujante partido, el ZPD (Zentralisierungspartei Deutschlands).

Aquellos que habían pronosticado una larga guerra y graves consecuencias económicas vieron derrumbarse sus predicciones cuando en 1916 la paz retornaba a Europa, siguiendo un gran periodo de estabilidad económica. En 1913 se había reformado el sistema monetario estadounidense, y para controlar a los pujantes mercados financieros que tenían su base en la Bolsa de Nueva York, la banca de las colonias quedó bajo control del Banco de Inglaterra. Así, en 1920 era nombrado nuevo gobernador del banco el joven economista John Maynard Keynes. Su política económica se reveló muy eficaz, aplicando unas medidas contracíclicas a finales de los años 20 que, en opinión de muchos expertos de la época, salvaron al mundo de una grave crisis económica.

Estas políticas favorecieron a países como España, que tras haber perdido sus colonias y haberse negado a entrar en la nueva Unión Europea, conoció en los años 20 un importante crecimiento económico, facilitado por nuevas y modernas políticas tras la instauración, en 1923, de un sistema republicano.

Mientras, en el Sacro Imperio un nuevo germen político crecía a la sombra de un sistema parlamentario que desde el fin de la guerra había facilitado la pujanza de pequeños partidos entre los que destacaba el extremista Partido Nórdico Centralista Germano Ario (NZDAP), liderado por el demagogo austriaco Adolf Hitler. Su programa propugnaba nuevas políticas raciales, directrices neopaganas y apelaba a católicos y protestantes a dejar de lado sus diferencias en favor de una nueva Alemania.

El poder de convicción de Hitler le llevó lejos, y en 1933 era elegido nuevo Canciller, a pesar de que el nuevo emperador Carlos desconfiaba de aquel austriaco radical. Los movimientos en Europa no parecieron interesar demasiado a la América del Norte, dirigida por el Primer Ministro Herbert Hoover, ni en la del Sur, donde había sido nombrado Ministro Huey Long. Como afirmó tristemente Franklin Roosevelt, el derrotado candidato oponente de Hoover, los americanos sólo parecían preocuparse por su boyante situación económica y por la cerveza.

Mientras, Hitler no perdía el tiempo, transformando el agotado Sacro Imperio de un Estado federal a un Estado cada vez más centralizado. El austriaco no tardó en dar rienda suelta a sus ansias expansionistas, previo paso, en 1938, de la unión de todos los estados federales del Imperio en uno solo. El Primer Ministro británico Clement Attlee, creyendo poder contentar así al Canciller, dio su aprobación a la fusión, mientras Bohemia y Moravia perdían sus viejos derechos, y las tropas austriacas entraban en Berlín aclamadas por el pueblo alemán. Pero Hitler no se detuvo ahí, y entre 1939 y 1940 incorporó a su nuevo Reich a Francia, Italia y Polonia.

El exitoso ataque sorpresa a Gran Bretaña de la poderosa Luftwaffe, y una bien coordinada invasión, pusieron al gobierno británico de rodillas. Con un rápido y efectivo movimiento, Hitler había acabado con su rival europeo más peligroso. El plan secreto de levantar una poderosa flota había surtido efecto, y la vieja flota británica no había sido rival para los modernos barcos germanos. Mientras Churchill y Anthony Eden erigían un "gobierno libre" en las antiguas colonias norteamericanas, el nuevo gobernador de Gran Bretaña, von Brauchitsch, tomaba posesión de su cargo, mientras restituía en el trono al germanófilo Eduardo VIII. Bajo la égida alemana el veterano Lloyd George se avenía a formar un gobierno que colaborara con los alemanes.

Con la patente debilidad de Gran Bretaña, en el Lejano Oriente Japón decidía terminar con la permanente amenaza colonial inglesa invadiendo Singapur, Malasia, Birmania y la India. Con gran sagacidad los militares nipones decidieron no provocar a los poderosos Estados Unidos de la Commonwealth, con lo que el estratégico puerto de Pearl Harbor fue respetado. Ante la pasividad norteamericana, Churchill dejó que se oyeran sus proféticas palabras, avisando de que muy pronto un "Telón de bambú" se levantaría por todo el Pacífico.

Con la campaña occidental terminada, Hitler puso sus miras en el Oeste. Le parecía evidente, tanto a él como a su plana mayor, que para contrarrestar el poder británico en Norteamérica debía vencer primer a la tambaleante Rusia zarista. Desde la guerra de 1914, muchos territorios, alentados por Alemania, exigían cada vez más independencia al gobierno de Moscú. La respuesta del zar no se había hecho esperar, aumentando el grado de represión, lo que llevó a la ejecución en 1917 del celote Ulianov, acusado de ser un agente alemán.

El delicado estado interno estado de Rusia auguraba una fácil victoria alemana. Así, en 1941 Hitler lanzaba la Operación Barbarroja. Las suposiciones de teórico Alfred Rosenberg se cumplieron, y muchos pueblos (como por ejemplo Ucrania o Bielorrusia) se levantaron contra la Rusia zarista, abrazando la invasión alemana como una liberación. La benigna política germana para con esos pueblos, siguiendo el programa de Rosenberg, dio como resultado una importante ventaja inicial para Alemania. Hitler, aunque no era un entusiasta de esa política, no pudo sino asentir ante los buenos resultados, mientras Heinrich Himmler estallaba de furia. Sin embargo Himmler tuvo su compensación: Hitler ordenó seguir adelante con las políticas raciales que debían solucionar para siempre el "problema judío".

Para acabar con la guerra Hitler confiaba en una nueva y poderosa arma secreta: la bomba atómica. Pero esa preciada arma todavía estaba en desarrollo. Y, desde luego, nadie habría podido sospechar que el 20 de julio de 1944 una bomba, colocada por el líder de la resistencia, el oficial Von Stauffenberg, acabaría con la vida del Führer. El golpe de Estado de Stauffenberg contó con la fiera oposición de las SS y de parte del Ejército, pero un pueblo hastiado de la guerra no prestó su apoyo a las fuerzas de Himmler, y el nuevo gobierno de Stauffenberg salió triunfante.

Ese mismo año otra víctima política de la guerra caía de su pedestal: el zar Alexei era derrocado por Iósif Vissarionóvich Yugachvili, un pope ruso que en medio de una ola de fanatismo religioso logró dar un golpe de Estado y autoproclamarse patriarca y líder de todas las Rusias. Bajo la dirección de Yugachvili, el fervor religioso dio nuevo ímpetu a las tropas rusas, que lograron lanzar efectivos contraataques que hicieron retroceder al ejército alemán. La situación en el frente oriental se tornó tan crítica, con las tropas germanas luchando por conservar Bielorrusia y Polonia, que en 1950 Alemania decidía usar su poderosa arma atómica: en un instante, Volgogrado era borrada del mapa. Sin embargo la ominosa demostración no surtió efecto, y el Patriarca Yugachvili apeló a llorar a los mártires y a seguir combatiendo por ellos.

Yugachvili había comprendido el alto coste y la dificultad técnica que entrañaba desarrollar esas bombas, y como había supuesto, Alemania sólo contaba con dos bombas que poder usar contra Rusia. Por tanto aquella nueva arma se demostró impotente ante la efectividad de las grandes masas de tropas, como quedó patente a finales de 1950, cuando las tropas rusas cruzaron el Oder, invadiendo el corazón del Sacro Imperio.

La victoria rusa probó a muchos fervorosos religiosos el poder de la fe, y así, hubieron consecuencias políticas. Por ejemplo, en Sudamérica, regímenes autoritarios como el de Perón en Argentina, y en otros países del continente, fueron derrocados y reemplazados por líderes religiosos que seguían los preceptos del Patriarca Yugachvili.

En 1945 Yugachvili había conseguido finalmente arrastrar a Churchill y al nuevo Primer Ministro Roosevelt a abrir un segundo frente en Europa. Los objetivos fueron Escocia e Irlanda, desde donde las tropas anglo-norteamericanas pudieron lanzar un efecto asalto a Gran Bretaña, que quedó libre de la ocupación alemana. Los cautelosos aliados sabían que en las costas francesas el coste de vidas sería mucho mayor, por lo que aguardaron una mejor ocasión. Sin embargo los éxitos rusos hicieron inaplazable la invasión.


El Pope Yugachvili

En 1951 las tropas aliadas intentaban un desembarco en Normandía. El fracaso de aquel Día-D selló la victoria rusa. Alemania, incapaz de hacer una resistencia prolongada en dos frentes, conseguía rechazar a los anglo-norteamericanos, pero se mostró incapaz de repeler el avance ruso, que en 1952 tomaba Viena, la capital del Sacro Imperio.

Ni Churchill ni Roosevelt pudieron impedir que Yugachvili redispusiera a su antojo unas nuevas "áreas de influencia", enseñoreándose del centro de Europa, y dejando Francia a sus aliados, no sin antes dividir París en una zona occidental y otra orienta, ésta bajo control ruso. Tras su triunfal regreso a Moscú, Yugachvili se autonombró Zar Iósif I.

Incapaz ante la realidad de las circunstancias, Churchill dirigió su mirada, y la de los sucesores del malogrado Roosevelt, hacia el Pacífico. Los Estados Unidos decidieron apoyar las rebeliones de figuras mesiánicas como Mao Zedong, mientras en Corea se enviaron fuerzas expedicionarias para combatir a los japoneses. En 1960 la llegada al poder de un nuevo lider norteamericano, John F. Kennedy, dio un nuevo empuje a la lucha contra los japoneses.

Sin embargo Kennedy se apuntó su primer éxito en Cuba, donde tras una exitosa invasión expulsó de la isla a los revolucionarios germanófilos que se habían hecho con el poder años atrás. La política exterior de Kennedy se centró después en Vietnam, donde decidió apoyar al rebelde Ho Chi Minh contra el gobierno de Vietnam del Sur de Ngo Dinh Diem, títere de los japoneses. Al no tener que hacer frente a las revuelvas y problemas raciales que su homólogo del Sur, Lyndon Johnson, tenía que afrontar, Kennedy pudo centrarse en llevar a cabo una exitosa campaña en Vietnam, pudiendo además respirar tranquilo tras sobrevivir a un atentado en 1963.

Sin embargo, Vietnam pronto demostró ser un callejón sin salida. La popularidad de Kennedy bajó en picado. En 1967 el camino a las elecciones estaba claramente allanado para su contrincante, Richard Nixon. El escándalo de las escuchas al partido rival que había ordenado Bobby Kennedy finiquitó la carrera de Kennedy, quien lastimaremante afirmó ante las cámaras, en un debate electoral: "si hubiera muerto de un tiro en 1963, hoy sería un santo". El nuevo líder de los Estados Unidos del Norte, Nixon, cumplió su promesa de acabar con la guerra en Vietnam a cualquier precio.

En los años siguientes Occidente siguió tratando de contrarrestrar el poder ruso mientras trataba de no ahogarse en la larga guerra con Japón. Tras la muerte del Zar Leónidas, su hijo, Yuri, llegaba al trono ruso en 1982. Muchas voces dentro de Rusia y su esfera de influencia esperaban que la renqueante economía en Occidente frenara finalmente su carrera armamentística con Rusia. Pero Occidente seguía adelante, haciendo frente al Imperio zarista. Mientras, dentro de la Patria de los zares, reformistas como Mijail Gorbachov pedían cambios económicos y políticos, aunque muchos historiadores y economistas actuales creen que esas reformas habrían llevado al colapso de Rusia. Mientras la década de 1980 se apagaba, la mayor parte de analistas políticos, economistas e historiadores auguraban aún una larga vida al poderoso, y todavía temible, Occidente.

Por eso el mundo asistió con asombro al desmoronamiento de Occidente en los primeros años 90. Con el tiempo, dentro de Rusia se juzgaron como acertadas las medidas militares que aplastaron las protestas en Leipzig, en 1989, desoyendo voces como las de Gorbachov, que defendían una mayor tolerancia y elecciones libres en Alemania, Francia y otros países de la esfera rusa.

Ahora parecía claro que se había obrado acertadamente, mientras Occidente finalmente se derrumbaba acuciado por una crisis económica galopante, derrotas militares en las Malvinas (que provocaron la caída del gobierno Thatcher) y en Kuwait. En medio de aquel caos los Estados Unidos decidieron finalmente declararse independientes de Gran Bretaña. Mientras, el reino de los Estuardo desaparecía bajo sus pies, cuando Irlanda, Escocia y Gales seguían los pasos de Norteamérica.

En Moscú, por el contrario, la caída de Occidente simplemente pareció confirmar la validez de la teoría determinista de la historia tan querida del zar Iósif y de sus herederos.

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Y la moraleja es que, a diferencia de lo que solemos leer y escuchar, la Guerra Fría no tenía por qué haber acabado, obligatoriamente, con la derrota del comunismo. Quién sabe, quizás unos pocos cambios insignificantes aquí y allá, una decisión en vez de aquella otra... y hoy, tal vez, todos hablaríamos ruso.

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