domingo, febrero 06, 2011

La batalla de las Termópilas

Caminante, ve a Esparta y di a los espartanos que aquí yacemos por obedecer sus leyes. Simónides de Ceos.

Durante siglos la batalla de las Termópilas, enmarcada dentro de la segunda de las Guerras Médicas, se ha considerado como uno de los momentos culminantes de la Historia Antigua, aquel en que la cuna de la civilización occidental, extendida hoy por varios continentes, luchó por su supervivencia. En las Termópilas muchos han creído ver la eterna lucha entre Oriente y Occidente, entre tiranía y democracia, el honor y el deber contra la superioridad numérica. Las Termópilas significaron eso, mucho menos, y mucho más. Entre los griegos había ciudadanos, súbditos, siervos de tiranos. Entre los persas había un significante número de griegos, dispuestos a luchar contra otros griegos. La posible derrota helena quizás no habría significado el fin de la civilización griega, ni habría tenido porque conllevar el que ahora Europa occidental hablara lenguas parsi en vez de romance. En las Termópilas posiblemente no se jugaba la salvación o la total destrucción a una sola carta. Y desde luego no todos los griegos luchaban por lo que nosotros entendemos como democracia.

Pero, sin lugar a dudas, quienes se enfrentaron a las fuerzas persas, tenían claro que luchaban por algo sagrado: su libertad. No necesariamente nuestra libertad, pero sí la del siglo V antes de Cristo.



A principios del siglo V a.C. el Imperio persa de los Aqueménidas se extendía desde sus confines en Oriente, bordeando en Hindukush y Gandara, limitando con el río Indo, hasta la península de Anatolia en occidente, dominando también algunas islas del Mar Egeo. Al noreste, el Imperio dejaba caer su sombra sobre Sogdiana y Bactriana, al norte de la actual Afganistán, siguiendo al sol hacia poniente, pasando por Partia, la antigua Media, el Cáucaso, Armenia, y las costas del Mar Negro. Al sur, el Mar Arábigo, el Golfo Pérsico y el norte de Arabia delimitaban los confines del Imperio. Además, el rey Cambises II había incorporado al Imperio persa al otrora poderoso Egipto. Así pues, cuando Jerjes I accedió al trono, la antigua Persia no era sólo el más extenso imperio que hubiera conocido el hombre, sino que además ningún otro había experimentado un desarrollo tan rápido.

Frente al mayor imperio de su tiempo se encontraba la Hélade, ese conjunto de pueblos helenos que se repartían en diferentes polis o ciudades autónomas, y cuyo único nexo entre ellas eran una religión y una lengua (con sus múltiples dialectos) comunes. A comienzos de aquel siglo V, la Hélade, y el mundo griego, no se limitaba a las fronteras de la moderna Grecia. En constante pugna con los fenicios, las polis griegas habían enviado a su exceso de población allende los mares, buscando ventajosos puestos para el comercio, en lo que habían de ser futuras colonias griegas. Las había en el Mar Negro, en la Península Itálica, en el Norte de África, en la futura Hispania, y en Sicilia, eternamente disputada a los fenicios. Algunas de las más importantes se encontraban en Anatolia, junto a auténticas y poderosas polis griegas como Focea y Mileto. Sin embargo aquellos territorios anatolios habían pasado a formar parte, algunas décadas atrás, del Imperio Persa, cuando el antiguo reino de Jonia fue conquistado por el poderoso rey persa Ciro.

La dividida Grecia (si se me permite el término actual) que había de hacer frente a los persas en el año 480 no había estado mucho más unida en el 499, cuando el tirano de Mileto, Aristágoras, había decidido levantarse contra la opresión persa, animando a otras ciudades griegas de la costa de Anatolia a hacer lo mismo. El tirano pidió ayuda a sus primos griegos del otro lado del Mar Egeo, obteniendo una fría respuesta, y una parca ayuda de la por entonces importante pero no demasiado poderosa Atenas, y de la potencia naval de Eretria, en la isla de Eubea. El por entonces Rey de Reyes, Darío I, no se quedó de brazos cruzados. Su respuesta fue contundente, y los persas se lanzaron a una campaña de devastación que aplastó irremediablemente la revuelta jónica.

El apoyo de la Hélade, compuesto principalmente por Atenas y Eretria, no había de quedar impune. Se dice que Darío había dado orden de que, cada vez que se sentara a la mesa para comer, un sirviente le dijera al oído tres veces: "¡Señor, acordaos de los atenienses!". La revuelta jónica había de ser la causa de la primera Guerra Médica.

En el desenlace de aquel primer enfrentamiento entre persas y griegos tuvieron un papel la preparación, las alianzas, algo de suerte, la visión de Temístocles, gobernante electo de la capital ática, unas sabias tácticas navales en Salamina, el sacrificio de Eubea, una mítica carrera del atleta Filípides, y una batalla, Maratón, que dio finalmente al traste con las esperanzas de Darío de someter a la Hélade.

El rey persa se retiró a regañadientes, pero decidido a volver. Sus planes de venganza hubieron de ser aplazados debido a una revuelta en Egipto. Pero el todopoderoso señor de Persia no llegaría siquiera a ver las llanuras de Gizah. La muerte llegó antes, y su hijo Jerjes ocupó el trono en su lugar. Pero tampoco él olvidaría el inconcluso "asunto" de la Hélade.

Al otro lado del Egeo los griegos respiraban tranquilos, por el momento. Como si de cierto olor extraño en el aire se tratara, en el ambiente de las polis griegas flotaba la sensación de que los persas no tardarían en volver. De hecho, tras su frustrada invasión, el Imperio se encontraba cada todavía más cerca, pues Tracia y las Islas Cícladas habían sido conquistadas por los persas. En Atenas recordaban lo cerca que habían estado de sucumbir a las tropas persas. Entretanto, al otro lado del istmo de Corinto, en Esparta, sus ciudadanos guerreros sabían que el hecho de haber llegado un día tarde a Maratón no les salvaba de la venganza persa. Tampoco el modo en que habían tratado a los emisarios persas, años atrás, lanzándolos a un pozo. Si volvían los persas, y acababan con Atenas, Esparta sería la siguiente.

Esparta, una polis griega que hablaba dorio, situada al sur del Peloponeso, bajo el Monte Taigeto, bañada por el río Eurotas, en la península meridional de la actual Grecia. Esparta la grande, la poderosa, que había logrado dominar Arcadia, Laconia, Mesenia, haciéndose con el control de la península, salvo la eternamente enemiga, y siempre derrotada, Argos.

Esparta, la ciudad de los hombres libres, de los guerreros profesionales, que basaba su poder, entre otra cosas, en la dominación y esclavización de otros griegos, los ilotas, a quienes cada año Esparta declaraba la guerra, para, de ser necesario, poder degollarlos o aplastar sus ocasionales levantamientos sin incurrir en un derramamiento de sangre pecaminoso. Entre los ilotas y los espartanos de primera clase se encontraban los periecos, ciudadanos libres, pero de segunda, cuyas alrededor de 80 poblaciones se irradiaban desde la polis espartana, y donde diestros artesanos periecos elaboraban las armas y demás panoplia militar de los hoplitas de Esparta.

Esparta, la temida, con la mejor infantería de la Antigua Grecia, y tal vez de todo el mundo conocido por los griegos. Desde muy jóvenes los espartanos eran criados y entrenados para la guerra. No había negocios que atender, ni artesanías que modelar, ni campos que cultivar. De todo ello se encargaban ilotas y periecos. Los ciudadanos espartanos libres vivían por y para la guerra, y, por ello, sus hoplitas eran una fuerza de elite, bien pertrechada, y totalmente profesional.

Durante el siglo V Esparta y Atenas estaban llamadas a ser las dos grandes potencias de la Grecia peninsular. Habían chocado en el pasado, y volverían a chocar en el futuro. Pero ante un enemigo común, era sensato aparcar las diferencias y unir fuerzas para combatir por la libertad, ya fuera la libertad ateniense, con esclavos (extranjeros en su mayor parte) en el servicio privado, o la libertad espartana, construida sobre la esclavitud institucionalizada de los ilotas.

Alrededor del 484 a.C. Jerjes envió desde Susa, una de las capitales del Imperio Persa, la orden de movilización general, especialmente para las satrapías (divisiones territoriales y administrativas del imperio) orientales. La enormidad del Imperio Persa, la enormidad del ejército que podía levantar, y la propia enormidad del proyecto que se avecinaba, significaba mucho tiempo, planificación y esfuerzo. Tiempo suficiente para que la noticia de que la amenaza persa se cernía de nuevo sobre Grecia llegara a Esparta.

Si en aquel entonces hubiera habido alguna figura parecida al Papa, se podría haber dicho que los espartanos eran más papistas que el Papa, o, dicho de otra manera, más escrupulosamente religiosos que el resto de griegos. Y siendo los antiguos griegos un conjunto de pueblos escrupulosamente religiosos, eso da una idea de lo en serio que se tomaban los espartanos sus compromisos religiosos. Lo cual llevó a que muchos ciudadanos espartanos vieran en aquella noticia una venganza de los dioses por el trato que habían dispensado a los embajadores de Darío. Para tratar evitar las terribles represalias, se decidió enviar a dos espartanos a la corte de Susa, a modo de sacrificio ritual y reparación del agravio. Ofreciendo esas dos vidas a Jerjes, el daño realizado a los persas quedaría subsanado. Tras muchas asambles, dos voluntarios, de noble estirpe, aceptaron sacrificarse en beneficio del Estado; perder la vida por Esparta no significaba nada, era un gran honor: una cualidad en la que se adiestraba a los niños espartanos desde pequeños. Así pues, los dos guerreros partieron hacia Persia, para ofrecerse a Jerjes y reparar así la ignominia de antaño. El Rey de Reyes les recibió, y al escuchar su propuesta, no puedo sino estallar en carcajadas, enviando a los dos humillados espartanos de vuelta a su hogar.
Jerjes estaba dispuesto a eliminar la amenaza helena de una vez por todas, y nada iba a cambiar su determinación. En la Tracia meridional ya habían comenzado los trabajos de invasión en la Calcídica, abriendo un canal que protegiera a la flota persa de las inclemencias del tiempo. También se estaban llevando a cabo obras para levantar un puente de embarcaciones en el estrecho del Helesponto (actualmente los Dardanelos), de forma que el ejército persa pudiera cruzarlo y pusiera pie en la Grecia continental, avanzando así a través de la sometida Tracia hacia Macedonia, el reino heleno visto por el resto de helenos como un atajo de cuasi bárbaros, o griegos de baja estofa.

Al norte de Esparta también llegaron las noticias del movimiento persa, y parecía claro a todos que una resistencia digna de tal nombre había de contar con el respaldo de Esparta y su poderoso ejército. En el mar el asunto era distinto; la flota espartana era exigua, y su principal baza naval, la polis de Egina, había abrazado la causa persa a finales de la década de 490.

En el año 483 un ateniense comenzó a vislumbrar como detener la flota persa cuando se descubrió un importante filón en las minas de plata estatales en Laureo. Aquel ateniense era Temístocles, el artífice de la mejora naval ateniense durante la primera Guerra Médica, y para entonces uno de los más importantes ciudadanos y políticos de Atenas. En la todavía joven democracia ateniense (un inesperado efecto colateral de una expedición espartana a finales del siglo anterior) cada hombre, o más bien, cada ciudadano libre, era un voto, y por tanto la asamblea de ciudadanos libres debía decidir qué hacer con toda aquella plata. Repartida entre cada ciudadano ateniense, aquella plata podría haber equivalido a dos semanas de sueldo de un artesano cualificado. Sin embargo, Temístocles, cuya oratoria y poder de convicción eran célebres, tenía otro plan, y así se lo hizo saber a los atenienses. La amenaza persa era un hecho, y antes que lucrarse con aquella plata, sería mejor pensar en el bien común, y utilizar aquella riqueza caída del cielo (o, más bien, surgida de la tierra) para sufragar una poderosa flota de 200 trirremes, el producto de la tecnología fenicia y las mejoras jonias. Los atenienses aceptaron, pero más que por la amenaza persa, por el recordatorio de Temístocles de la ominosa (y más real y cercana para los atenienses) amenaza de la flota de Egina. O al menos se dijo con el devenir de los años.

Se debiera o no a la astucia de Temístocles, la realidad es que finalmente aquella plata serviría para construir una flota que pudiera constituir el grueso de las fuerzas navales que se enfrentarían a la inigualable flota persa. La segunda cuestión a resolver para levantar una defensa sólida no dependía del oro o la plata, sino de la diplomacia. Fue alrededor del 481 cuando varias polis griegas enviaron sus delegados a una reunión (probablemente en Corinto) para discutir todos los detalles de la resistencia helena. Una de las primeras y más fáciles decisiones fue la de dotar a Esparta del mando efectivo de la futura resistencia. Como primera potencia militar, y como aliado indispensable, el que Esparta comandara la coalición helena era tan obvio como el que hoy en día los Estados Unidos puedan comandar a diferentes fuerzas de la OTAN. El hecho de que los espartanos no destacaran por sus habilidades navales no fue óbice para poner, nominalmente al menos, a un espartano al mando de la flota naval griega.

El resto de decisiones importantes no debieron de ser tan fáciles. Y dada la ancestral división y desconfianza entre las polis griegas, es presumible que la estrategia a seguir no se acabara de determinar ni en aquella ocasión ni en las siguientes asambleas que pudieran seguir a la primera. Es probable que fuera a última hora, con las tropas de Jerjes ya avanzando, cuando se determinara el plan de defensa contra la invasión.

La clave era dónde colocar la primera zancadilla al ejército persa. Inferiores en número, los griegos debían tratar de ganar ventaja eligiendo el terreno. Tesalia, al norte, era la primera opción. El paso del valle del Tempe, entre el monte Osa y el sagrado monte Olimpo, por el que necesariamente habrían de pasar las tropas de Jerjes, constituía un posible lugar en el que tratar de frenar a los persas. Pero aquel paso constituía un frente demasiado débil, fácilmente rodeable. Y cuanto más se alejaba la defensa de la coalición del Tempe, más se acercaban los tesalios al bando persa. Por tanto, el único punto de defensa lógico a continuación era el paso de las Termópilas, situado en los territorios que separaban a Tesalia y Etolia, a pocos metros del Golfo Malíaco. Forzosamente Jerjes había de cruzar aquel paso para después desparramar sus tropas por Beocia y el Ática. En un principio, se consideraba que el desfiladero de las Termópilas era insalvable, y dada su cercanía al mar, era también un lugar excelente para establecer un eje de comunicación con la flota naval griega, que podría fondear en Artemisio, una polis al norte de Eubea. Las Termópilas serían, pues, el primer escollo que habrían de salvar los persas.

Mientras tanto, Macedonia era engullida, sin ofrecer resistencia, por las tropas persas. El avance de Jerjes era lento, dada la magnitud de su ejército y su flota, que seguía a Jerjes costeando el Mar Egeo desde Asia Menor, pero firme. Como se había temido, la mayoría de las ciudades tesalias comenzaron a abrir sus puertas a los persas. Junio tocaba a su fin.

Entretanto, Esparta vacilaba respecto a apoyar con sus tropas la defensa de Grecia. Los Juegos Olímpicos, la competición deportiva y religiosa en honor a Zeus, durante los cuales todas las polis acordaban una tregua, estaban próximos a celebrarse. Por tanto, los escrupulosos espartanos no consideraban la posibilidad de guerrear durante ese periodo. Por si fuera poco, antes de los Juegos, los espartanos habrían de celebrar las carneas, las fiestas espartanas en honor a Apolo. Oro compromiso sagrado que aquellos fanáticos guerreros no podían romper.

En Esparta las leyes, desde que su código fuera instaurado por el mítico Licurgo, eran interpretadas y supervisadas por la gerusía, el senado espartano compuesto por los ancianos de la ciudad. El poder ejecutivo era ejercitado por los diarcas, la pareja de reyes Esparta, que procedían de las dos casas reales espartanas: los Agíadas y los Euripóntidas. Normalmente los hijos sucedían a los padres, aunque no siempre era así, y además aquellos reyes podían ser depuestos, como de hecho lo fue el predecesor de Leotíquidas II, el traidor Demarato, que había buscado refugio entre los persas. Junto a Leotíquidas reinaba, en aquel año del 480 a.C., el rey Leónidas I.

Aunque la preparación de los hijos de reyes espartanos no era un camino de rosas, aquellos destinados a reinar algún día Esparta gozaban de ciertos privilegios respecto al común de los futuros guerreros. Leónidas no gozó de aquellos privilegios. Llegó a ser diarca casi por accidente, y, por tanto, desde los siete años sufrió las penalidades de la educación espartana: rigor, esfuerzo, entrenamiento constante, castigos muy duros, aprendizaje de las leyes, robo para procurarse alimentos, supervivencia... en definitiva, la agogé, la severa educación espartana que incluía la pederastia institucional como parte del aprendizaje: los futuros hómoioi (los "pares" o ciudadanos de pleno derecho), al entrar en la adolescencia, eran asignados a un preparador o tutor, soltero, quien, además de guiar al joven por el buen camino y completar su educación, podía, de forma habitual, mantener relaciones con su protegido. Aunque no todos ejercían ese derecho, tampoco era nada raro o poco habitual.

Los atenienses y sus aliados necesitaban desesperadamente que Esparta apoyara a su coalición. Si muchos espartanos no se daban cuenta o no querían considerar la amenaza persa, el oráculo de Delfos, venerado y respetado por todos los griegos, especialmente los espartanos, podía cambiar aquello. Para empezar, Delfos no estaba demasiado lejos de las Termopilas. ¿Podían permitir que aquel lugar sagrado fuera vandalizado por los persas? Además, el Oráculo debía ser consultado antes de entrar en guerra. ¿Y si en sus enigmáticas respuestas se hallaba la orden divina de que Esparta entrara en combate?

Es posible que Leónidas fuera consciente de que la amenaza persa no se detendría en Atenas. Y desde luego conocía el efecto que el mensaje del Oráculo podía tener entre sus compatriotas. ¿Arregló Leónidas una predicción favorable para hacer entrar a Esparta en la guerra? Algunos historiadores han apuntado esta posibilidad. ¿Fue quizás Temístocles? Imposible asegurarlo. Pero, al parecer, lo que el Oráculo reveló era fácilmente interpretable: Esparta sería destruída... a no ser que uno de sus reyes pereciera. Si fue el rey espartano quien se escondía tras aquella predicción, se aseguró de reservarse el honor y la gloria de morir por Esparta, aquello para lo que eran preparados los hómoioi. Pues solo los espartanos que morían en combate tenían el honor de ser enterrados con un nombre en la lápida.

Así pues se halló finalmente la manera de subvertir las prohibiciones religiosas que ponían a Esparta fuera de la coalición. Pero esa pequeña excepción implicaba también una fuerza expedicionaria excepcional: sería una fuerza de elite (y cualquier expedición espartana lo era), pero meramente representativa. Trescientos hoplitas acompañarían a Leónidas a las Termópilas para su misión suicida. El número no era casual: 300 era el número habitual que componía la guardia de un rey. Sin embargo, Leónidas no se llevó consigo a trescientos guerreros al azar. Dado que seguramente ninguno volvería con vida, eligió a aquellos que ya habían sido padres y dejaban atrás descendencia. En una sociedad construida sobre las espaldas de los numerosos ilotas, el, en comparación, escaso número de espartanos, no podía verse reducido de forma brusca. Para un ciudadano de Esparta tener hijos era un deber tan sagrado como el de estar preparado para morir por su patria.

Aunque la leyenda de las Termópilas gira entorno a Leónidas y sus 300, desde luego su misión suicida no lo fue tanto como para enfrentarse solos al grueso del ejército persa. Leónidas llevó consigo a 900 periecos como tropas auxiliares. Había además, con él, fuerzas de otras ciudades de la Liga Aquea, una suerte de OTAN dirigida por Esparta: tegeatas, arcadios, micenos, y los independientes corintios. Había además aliados del otro lado del istmo: tespios, tebanos, y 1000 focidios, que aportaban un importante número de tropas, cosa que no es de extrañar, ya que prácticamente iban a combatir en su territorio. La Lócrida aportó un exiguo número de soldados, pero junto a los focios realizaron el mayor de los sacrificios, ya que sus pocos soldados eran todos los jóvenes que tenían en disposición de combatir.

Mientras los griegos hacían sus preparativos, los persas seguían avanzando. A mediados de agosto se celebraron los Juegos Olímpicos con los persas ya a las puertas de la frontera meridional de Larisa. Atravesado el río Peneo, ya solo restaba cruzar el paso de las Termópilas.

En la última semana de agosto Leónidas, sus hombres y sus aliados tomaron el paso. Una de las primeras medidas del rey espartano fue reconstruir el Muro Focense, una antigua defensa parcialmente en ruinas. El paso de las Termópilas se extendía a lo largo de cinco kilómetros, serpenteando entre las montañas y la próxima costa del golfo. Tres desfiladeros o "puertas" componían el paso completo. Los griegos dispusieron su defensa en el segundo paso, tras el Muro Focense. Cuando algunos lugareños informaron a las tropas de que había un viejo camino de pastores en la montaña por el que se podía salvar el paso, Leónidas envió allí a los focenses para que guardaran el lugar y estuvieran alerta, evitando así que que su retaguardia pudiera ser copada.

Leónidas y sus espartanos según Jacques-Louis David

Sin duda entre aquellos soldados y hoplitas de la Hélade, que dedicaban la mayor parte del año a sus negocios y sus tierras, debían refulgir los poderosos espartanos, los guerreros profesionales de larga cabellera, equipados con la mejor panoplia y de forma homogénea, tal como nos podríamos imaginar actualmente a un ejército moderno. A diferencia del resto de griegos, que por lo general debían proveerse por sus propios medios (lo que podía llevar a una gran mezcolanza de apariencias y equipo), los espartanos se proveían de un sistema estatal que les daba lo mejor, de pies a cabeza.
El que los hoplitas espartanos combatieran descalzos no era un signo de pobreza, sino una consecuencia del sistema educativo espartano. Casi abandonados a su suerte desde bien jóvenes, sin apenas ropas ni calzado, los pies eran la primera parte del cuerpo que endurecían los futuros guerreros. Para proteger sus piernas los espartanos usaban, como muchos otros hoplitas, unas grebas (las llamadas knêmĩdes), mientras el tronco era cubierto con una coraza de bronce esculpida. Bajo el enorme casco que cubría toda la cabeza sobresalían las largas cabelleras de los guerreros de Esparta. Como defensa portaban un gran escudo cóncavo de madera, en cuya cara pintaban una V invertida, la letra griega lambda, la inicial de Lacedemonia, el nombre que daban los espartanos a su tierra. La panoplia espartana quedaba completada con una pesada y larga lanza de fresno con hoja de bronce, una espada corta y una llamativa capa roja de la cual los espartanos siempre se desprendían antes de entrar en combate.

Cierto día, entre finales de agosto y principios de septiembre, una gran nube de polvo y tierra se levantó en el horizonte. Por fin llegaba el momento tan ansiado por unos, y tan temido por otros. Por fin Jerjes acudía a su cita.

La visión del ejército imperial debía ser impresionante. Aunque los dos millones que apunta Heródoto son evidentemente una exageración desmesurada, es difícil que en tiempos anteriores se hubiera podido contemplar un ejército de tales dimensiones. Compuesto por prácticamente todos los pueblos que conformaban el Imperio Persa, seguramente los vigías griegos pudieron distinguir a las filas persas, vistiendo pantalones, túnicas, arco y flechas, portando escudos de mimbre; a los medas, con parecidas vestimentas (pues de las suyas derivaban la de los persas), liderados por Tigranes; los asirios, con yelmos de bronce, armados con lanzas, puñales y garrotes tachonados; los bactrianos y sus arcos de junco; los escitas sakas, cubriendo sus cabezas con gorros puntiagudos y portando sus temibles hachas de guerra, las sagaris; los indios, con ropas de lana, tenidos por diestros arqueros; los caspianos, con sus capotes de cuero y sus espadas cortas; los sarangianos, con vestidos de alegres colores, botas altas, y arcos de estilo medo; los árabes, armados con arcos largos; los etíopes, vistiendo llamativas pieles de leopardo y león, llevando a sus espaldas arcos y pequeñas flechas, lanzas con puntas de cuerno de antílope; eran conocidos por embadurnarse el cuerpo mitad con yeso y mitad con almagre antes de cada combate; también verían a los libios y etíopes oscuros, que portaban pieles de grulla a modo de escudo; y muchos otros pueblos: partos, corasmios, sogdianos, dadicanos... y, sobretodo, las tropas más temidas de Jerjes, junto a los certeros arqueros medas: los Inmortales, la guardia personal del Rey de Reyes, las tropas de élite que, en número de diez mil, podían fácilmente decidir una batalla. Aquellos guerreros selectos eran llamados así no por Jerjes, sino por los griegos, pues circulaba una leyenda según la cual las reservas de la Guardia Real eran tales que si un soldado caía, otro ocupaba su lugar, con lo que el número de diez mil hombres se mantenía siempre constante. Por ello, aquellas tropas eran conocidas como los Inmortales.

Por supuesto, antes de entablar combate, Jerjes envió emisarios a las líneas griegas. Era presumible que ante la vista de su colosal ejército, aquellas exiguas tropas se lo pensaran mejor. El mensaje del rey persa era claro: ríndete y entrega las armas. La respuesta de los espartanos, conocidos por valorar la concisión (de ahi el término "lacónico"), fue clara y breve. Leónidas respondió: "ven a por ellas". Heródoto gustaba de imaginar a Jerjes ciego de rabia por aquella osadía.

Los griegos se aprestaron a la batalla. Dado que los cascos de los hoplitas (normalmente de estilo corintio, también tracio) eran grandes y cubrían prácticamente toda la cabeza, incluídas mejillas y nariz, la visión era reducida, y el sentido del oído se veía reducido al mínimo. Por ello la infantería pesada griega solía combatir en una formación cerrada, sin fisuras, en la que cada guerrero podía sentir el contacto de su compañero; de ese modo el escudo de un guerrero protegía más a quien tuviera a su izquierda que a sí mismo. Y en ese estilo de combate, los espartanos eran los mejores. Por otro lado, el paso de las Termópilas había seguido elegido, entre otros motivos, porque daría ventaja al estilo combativo griego. Las tropas persas, acostumbradas a maniobrar en campo abierto, haciendo gala de su ventaja numérica, perdían esa baza al tener que combatir en un lugar tan estrecho.

Finalmente Jerjes movió ficha. Incrédulo tras recibir los informes de sus exploradores, que le habían comunicado que habían visto a los espartanos untándose en aceite y peinando sus guedejas, el soberano persa decidió probar la defensa griega con unos cuantos cientos de medos. Leónidas situó a 700 griegos tras el muro focense. Dispuestos en una formación cerrada y con sus largas lanzas en ristre, los hoplitas griegos podían acabar con varias oleadas de tropas persas antes siquiera de que lograran abrirse camino hacia ellos.

Los hoplitas comenzaron a adelantarse. Entonces centenares de flechas de los certeros arqueros medos llovieron sobre los griegos. Las tropas persas avanzaron, y chocaron con los hoplitas griegos. Los medos recibieron la peor parte, pero siguieron atacando. Cuando el cansacio comenzo a hacer mella sobre los griegos, Leónidas avanzó a sus espartanos para tomar el relevo. Sus fieros guerreros acabaron el trabajo, y lo que restaba de los soldados medos se batieron en retirada. Jerjes insistió, y envió a más hombres. Leónidas dispuso entonces a sus espartanos en varias filas que acturían como relevos: cuando la primera fila de hoplitas se agotaria, se retirarían al final de la falange, y la segunda fila combatiría en su lugar, y así sucesivamente, hasta que le llegara el turno de nuevo a la primera fila, ya descansada. Fue así como durante aquel día, oleada tras oleada, Leónidas y sus espartanos rechazaron cada ataque persa, mientras los cuerpos se iban amontonando y la tierra se llegaba de sangre. Con el caer de la tarde, Jerjes desistió, y ambos bandos se retiraron a sus posiciones, mientras las filas de cadáveres cubrían el campo de batalla, llenándose de moscas. Con el agobiante calor del verano aquellos muertos no tardarían en descomponerse.

Con el amanecer del segundo día Jerjes comenzó a mover sus peones. Medos y persas, con sus ropas ligeras y sus escudos de mimbre, se habían revelado incapaces de romper la impenetrable defensa griega. Sin sus carros, ni espacio para la caballería, la ventaja persa prácticamente se había evaporado. El Rey de Reyes probó entonces a enviar a combatientes selectos de cada grupo étnico y pueblo de los muchos que componían sus tropas, pero de nuevo sus soldados fueron rechazados. Fue entonces cuando Jerjes recurrió finalmente a sus mejores guerreros: los diez mil Inmortales. Frente a ellos se erguían los orgullosos espartanos, quienes, a pesar de las bajas, seguían alegres y confiados en la victoria. Les apoyaban el resto de hoplitas griegos.

Ante el atónito Jerjes, quien contemplaba todos los acontecimientos sentado en un trono portátil sobre una colina cercana, los Inmortales, con sus armas cortas y su equipamiento de élite, pero aun así demasiado ligero comparado con el griego, volvieron a chocar contra el muro de las falanges helenas. Los Inmortales no hicieron honor a su nombre, y comenzaron a caer muertos a los pies de las tropas griegas.

En griego moderno, ephialtis significa pesadilla. Y desde luego, una pesadilla era lo que estaba viviendo Jerjes, que veía como unos pocos miles de griegos lograban frenar a su ejército interminable. El segundo día de batalla se le escapaba de las manos nuevamente. Fue entonces cuando apareció el hombre quedaría origen al mencionado vocablo: Efialtes, el traidor, el griego que aspiraba a grandes honores y riquezas. Tras lograr llegar a las líneas persas, Efialtes pidió ser recibido por Jerjes. Aseguraba tener una información crucial para el Rey de Reyes. El soberano le recibió, y sus ojos delineados por el maquillaje debieron de abrirse de par en par al escuchar lo que aquel traidor tenía que decirle. La traición de Efialtes consistió en hacer notar al rey persa cierto camino que rodeaba el paso...

Fue así como se abrieron las puertas del cielo dorado para Jerjes, quien logró por fin un medio de salir de aquel atolladero. Por contra, iba a significar la perdición de Leónidas y los suyos. Aquella noche un nutrido grupo de selectos Inmortales comenzó a triscar por los montes, guiados por el griego traidor. Pronto dieron con el camino que bordeaba el paso. Los mil focenses, aquellos guerreros que la mayor parte del año eran alfareros, comerciantes o criadores de ganado, fueron cogidos desprevenidos al no haber apostado una guardia nocturna. A mil metros por encima de sus cabezas, los espartanos no pudieron escuchar como los pobres focenses eran degollados uno a uno.

Aquel tercer día de batalla el sol que salía por el horizonte no sería el sol de Apolo, sino el de Ahura Mazda, el gran dios persa. La noticia no tardó en llegar a oídos de Leónidas: los focenses habían sido aplastados, el camino montañoso estaba expedito, y por tanto las tropas persas iban a cortar su retaguardia, sino lo habían hecho ya. Es ese momento cuando la leyenda nos dice que Leónidas se quedó solo con sus espartanos para morir en batalla. El rey lacedemonio ordenó a los griegos que se marcharan, pues su sacrificio sería inútil. Observadores más aguafiestas apuntan que quizás, al verse todo perdido, fueran los griegos los que optaran por salir de allí mientras podían. Lo que suele olvidarse al mencionar este episodio es que los espartanos no se quedaron solos: los ciudadanos de Tespias y los pocos tebanos que habían decidido luchar del lado griego se quedaron junto al rey de Esparta y sus guerreros. Todos juntos, espartanos, tespios y tebanos (y seguramente periecos y los desdichados ilotas), combatirían a la sombra de las flechas persas (y como afirmaba la mítica chanza de uno de los espartanos, en respuesta a una burla persa, luchar a la sombra de las flechas, dado el agobiante calor, sería mejor), hasta la última gota de sangre.

Rodeados, los griegos combatieron con pundonor, mientras los espartanos vendían cara su derrota. Aplastar aquel último reducto se cobraría de nuevo miles de vidas del bando persa. Las flechas volaron, efectivamente, y al parecer fueran ellas las que acabarían decantando la balanza del lado persa, especialmente cuando Leónidas fue alcanzado por ellas. El resto de espartanos lucharon fieramente por recuperar el cuerpo de su rey y evitar el ultraje de su cadáver por los persas. Pero la suerte estaba echada. Uno a uno, los espartanos, tespios y tebanos irían cayendo. Los arcos y las flechas, despreciadas por los lacedemonios como armas de cobardes, fueron las que terminaron con los restos de las tropas helenas.

Con las noticias de la derrota en las Termópilas la flota griega, que había estado combatiendo a su vez en Artemisio, decidió retirarse hacia el sur. Mientras, Jerjes avanzaba por Beocia, arrasando el Ática, y entrando triufante en la abandonada Atenas. Sin embargo, en Salamina, a su flota le esperaba una amarga sorpresa.

Es curioso que de la segunda Guerra Médica sea la batalla de las Termópilas, una cuasi aplastante victoria persa (de no ser por las numerosas bajas), la que haya trascendido al mito popular, por encima de la batalla naval en Salamina o de la Platea, donde la infantería griega (entre la que se contaron, esta vez sí, un importante número de espartanos) puso la puntilla final al ejército persa, liderado en esta ocasión por Mardonio, el gran general de Jerjes, a quien el soberano había dejado al mando de la campaña invernal.

Sin duda, aquellos tres días en las Termópilas otorgaron un tiempo precioso a la coalición griega para organizarse, mientras su flota se reagrupaba en Salamina. Pero más allá de la ventaja que pudiera otorgar a los griegos, la gesta de Leónidas y sus trescientos (y de los olvidados griegos que combatieron con ellos) pervivió como un referente al que cada época dio un significado según fuera la situación de los tiempos en que vivían quienes echaban la vista atrás y revivían la hazaña del rey lacedemonio que fue a luchar y por morir por sus ideales, su patria y su libertad. Cada época ha resucitado a Leónidas a su manera; unos vieron en su lucha y sus ideales la perfecta expresión de un hombre completo y un ciudadano ejemplar; otros creyeron ver en los lacedemonios a viejos antepasados que confirmaban sus bizarras teorías raciales; otros no vieron en los espartanos sino a una sociedad militarista y cruel, que esclavizaba a sus semejantes y mancillaba la dignidad humana.

Si Leónidas era en alguna forma realmente parte de alguno de los retratos que de él se han querido hacer, es algo que probablemente nunca sabremos. De lo que podemos estar seguros es que sus espartanos no trataban de salvar la civilización occidental, ni la totalidad de la Hélade. Es probable que en la última acometida aquellos hoplitas pensaran en sus tierras, sus familias, sus leyes, y su libertad. Pocos debieron de dedicar algún pensamiento a los ilotas. Era el modo de pensar espartano. Aquello que les convertía en la mejor infantería de su tiempo. Aquello que hizo que el ejército de Jerjes lo pasara mal durante aquellos tres calurosos días en las Termópilas.