sábado, abril 25, 2009

Roma: fundación, leyenda y la Italia Prerromana

Roma, la milenaria, Roma, cuna de sabios y poetas, de guerreros y comerciantes, de falsarios y revolucionarios, de tiranos, reyes, cónsules y emperadores, de justos y decentes, de avariciosos y déspotas, de genios y psicópatas. Roma, la ciudad eterna. Roma, la antigua, heredera de etruscos, cartagineses, y otros pueblos, y sobretodo, heredera de Grecia. Roma, una de las madres del mundo occidental.

En mayor o menor medida, encontramos el legado de Roma por todo el mundo. Desde la vieja Europa que contempló sus días de gloria, hasta la América colonizada por los hijos huérfanos del extinto imperio, hasta otros continentes donde los europeos, autoerigidos en los nuevos dueños del destino, llevaron sus valores, su tecnología, su ciencia, su literatura, y muchas otras cosas por todo el mundo. Aunque sea diluida en muchas gotas de agua, el néctar de la vieja Roma puede ser encontrado, de ser buscado, por los cinco continentes. Y el mayor monumento que nos dejaran los antiguos romanos tal vez fuera, o eso dicen muchos, el Derecho Romano, base de tantas y tantas legislaciones actuales.

Pero sobretodo, la esencia de la Antigua Roma sigue vigente en los países que baña el Mediterráneo, ese mar que un día los romanos reclamaron como suyo, y donde aquello que se ha dado en llamar "romanización" enraizó más profundamente, y donde múltiples lenguas herederas del Latín persisten como un legado tan palpable como puedan ser los viejos monumentos de piedra que los romanos erigieran un día en memoria y honor de sus dioses, sus cónsules y emperadores, sus victorias, y, en definitiva, todo aquello que hiciera enorgullecerse hace siglos a los ciudadanos romanos.
Es por todo esto, y por muchas otras razones, más personales, y que de momento no tienen cabida aquí, que en este pequeño, y seguramente imperfecto blog, ha llegado la hora de repasar, más o menos concienzudamente, la historia de la Antigua Roma.



El origen de Roma se pierde en la oscuridad de los tiempos. Los datos, más o menos precisos, se entremezclan con los relatos de los antiguos, donde realidad y mito se entremezclaban como el agua, forjando leyendas que atribuían a la fundación de la ciudad de Roma un origen semidivino.

Pues semidivino era Eneas, hijo del príncipe Anquises y la diosa Venus. Según los relatos de los antiguos romanos, principalmente la Eneida de Virgilio, Eneas escapó de la destrucción de la ciudad de Troya, a punto de ser asolada por los aqueos, junto a su padre, su esposa y su hijo, además de otros afectos a él, dirigiéndose a Macedonia, primero, y a Cartago después, donde, afirma la leyenda, la reina Dido se enamoró de él, provocando la ira del dios Hermes, quién obligó a Eneas a buscar un nuevo destino. Ése nuevo destino lo encontró en la costa del Lacio, en la península itálica.

No hay una única narración de lo que ocurrió a continuación. Pero el caso es que Eneas llegó a un pueblo llamado Palanteo, situado en una colina (el futuro Palatino), donde fue bien recibido por el rey de los latinos, Latino, y donde acabaría casándose con la hija de éste, Lavinia.

Dicen que Eneas tuvo una larga descendencia. Uno de sus hijos, Ascanio, fundó, según rezan las leyendas, la importante ciudad latina de Alba Longa. Pero de entre los descendientes de Eneas fueron los míticos Rómulo y Remo quienes forjaron la leyenda de la fundación de Roma.

Si en algún momento de la antigüedad fue Eneas quien fundó Roma, el tiempo hizo que el nacimiento de la misma se debiera a los hermanos Rómulo y Remo, hijos del dios Marte y una sacerdotisa de la corte del rey usurpador Amulio, monarca de Alba Longa. Para evitar el destino cruel que esperaba a sus gemelos en caso de que Amulio se enterara de lo sucedido, la sacerdotisa puso a sus hijos en una cesta en el río Tíber. Dicha cesta sería encontrada por la loba Luperca, que amamantó a los niños salvándolos de la muerte. Más tarde los pequeños serían encontrados por unos pastores, que a partir de entonces los cuidarían como suyos.
Rómulo y Remo crecieron y, llegado el día, regresaron a Alba Longa, donde dieron buena cuenta de Amulio y restituyeron al antiguo rey, Numitor, quien, agradecido, concedió a los hermanos ciertos territorios en el Lacio. Fue así como Rómulo trazó los límites de la futura Roma (el pomerium original) con un arado, jurando que mataría a quien lo violase. El primero en hacerlo fue su hermano Remo, tras una disputa por el nombre de la ciudad. Nacía así, con sangre derramada, la ciudad de Roma, un, según el relato del sabio romano Marco Terencio Varro, 21 de abril del año 753 antes de Cristo.

A lo largo de los siglos muchos estudiosos e historiadores han debatido sobre la veracidad de nombres y fechas, de hechos lugares. Algunos atrasaban la fecha dada por Varro, otros no aceptaban un acto fundacional hasta bien mediado el siglo VI a.C., aunque los trabajos arqueológicos de estudiosos como Andrea Carandini parecen confirmar que los primeros asentamientos en el área del Palatino podrían fijarse en una fecha no demasiado lejana a la mítica datación proporcionada por los antiguos romanos. Podríamos aventurarnos pues a dar como buena la fundación de Roma a mediados del siglo VIII a.C.

Y, ¿quiénes eran los vecinos de aquellos primitivos romanos que en su día siguieron a un rey cuyo nombre pudo haber sido Rómulo? Pues un conjunto de pueblos de distintos orígenes que solapándose unos a otros y fagocitando culturas anteriores milenarias podían haber poblado la península desde la Edad del Bronce, cuando distintos pueblos Indoeuropeos comenzaron a llegar a la península. En algún momento las lenguas y culturas itálicas comenzaron a converger, dotando de una cierta identidad cultural a los pueblos de la península.

Para cuando, según la leyenda, Rómulo trazó los límites de Roma con un arado, la civilización etrusca dominaba la parte central de Italia con una confederación de doce grandes ciudades, enseñoreándose de los territorios comprendidos entre el río Tíber y el río Arno. La pujante colonia fenicia de Cartago había establecido algunos núcleos poblacionales en el sudeste de la península, mientras que el sur de la misma había comenzando a ser colonizada por los griegos.

Roma y las tribus latinas adyacentes que pronto se adherirían a ella se encontraba rodeada por varios pueblos itálicos más o menos pujantes que comerciaban entre sí y que tenían contacto tanto con etruscos como con fenicios y griegos. Hacia el norte Roma estaba rodeada por Faliscos, Sabinos y Umbros, y los extensos territorios etruscos. Los Picenos habitaban las costas del Este. Al sur, los pujantes Volscos (quienes alcanzarían una destacable posición en el siglo V a.C.) cortaban el camino de la expansión romana. Más allá Auruncios, Samnitas y Oscos vigilaban los territorios más meridionales de los etruscos. En las costas del sur los griegos se habían asentado firmemente, así como en Sicilia. En Cerdeña las ciudades púnicas habían controlado los recursos mineros de la zona.

Podemos observar así que Roma, un pequeño asentamiento rodeado de otros en muchos casos mayores y más poderosos, tuvo contacto desde etapas muy tempranas tanto con etruscos como con fenicios y griegos, además de las restantes tribus itálicas. Las primitivas formas religiosas romanas debían mucho a los etruscos, quienes a su vez habían adoptado en parte algunas divinidades griegas, así como el alfabeto griego. Los primeros grandes núcleos urbanos de la península fueron etruscos. Los etruscos tenían también un pie puesto en la civilización fenicia de Cartago, con la que tenían diversos pactos políticos y comerciales.

En el sur, como ya se ha visto, los griegos dominaban las costas y el comercio de la zona. La población griega llegó a ser tan numerosa que muy pronto todas aquellas colonias griegas (Cumas, Mesina, Regio, Catania, Naxo, Siracusa...) fueron conocidas por los itálicos como la Magna Grecia.

A grandes rasgos, ésta era la composición de la Italia antigua en la época en que Roma surgió en una colina situada cerca del río Tíber. Según la tradición, el primer rey romano, Rómulo, capturaría las salinas de la población vecina de Veyes, primer paso de una expansión que a través de los siglos llegaría a dominar casi todo el mundo conocido.