miércoles, abril 30, 2008

Chiune Sugihara, el otro Schlinder

En los terroríficos días de la Segunda Guerra Mundial las muestras de heroísmo y de crueldad sobrepasaron lo inimaginable. Miles de ciudadanos anónimos pusieron en peligro su vida para salvar a otros. Por toda Europa judíos, gitanos, comunistas y cualquier minoría enemiga del nazismo era perseguida sin descanso hasta su exterminación. En circunstancias como aquéllas, cuando ayudar a un desconocido podía costarle a uno la vida, hubieron personas que dieron el paso y, dentro de sus posibilidades, se dedicaron a salvar vidas, fueran unas pocas o varios miles. Una de esas personas fue el japonés Chiune Sugihara.

Nacido en Yaotsu en una familia de clase media, cuando tuvo la edad apropiada su padre quiso que siguiera sus pasos y estudiara medicina, pero el joven decidió seguir su propio camino y acabó graduándose en Literatura Inglesa en la Universidad de Waseda. Poco después entró a trabajar en el Ministerio de Asuntos Exteriores japonés.
Sugihara fue destinado a China, donde aprendió alemán y ruso, deviniendo en experto de lo tocante a los asuntos soviéticos. Más tarde recibió el puesto de Vice Ministro de Exteriores en Manchuria, puesto que acabó dejando en protesta por el cruel trato de los japoneses a la población china.
Ya entonces Sugihara mostraba ser una excepción en el cuerpo diplomático imperial, y un japonés distinto en lo general. En aquél militarista Imperio Japonés donde el Emperador era un dios viviente muchos acataban cualquier tipo de orden aunque no creyeran en ella, pues sus superiores les decían que era por el bien de su país y su emperador. Chiune Sugihara prefería seguir a su conciencia y vivir según sus propias convicciones morales.
El comienzo de la guerra sorprende a Sugihara como vice-cónsul en Lituania. Algo más tarde, en 1940, la Unión Soviética toma el control del país. Comienza entonces una larga pesadilla para miles de judíos lituanos y otros tantos refugiados polacos. Perseguidos por los propios soviéticos,refugiados, huidos, familias enteras buscaban un visado con el que viajar de un modo más seguro y tener una esperanza de ser aceptados en algún país.
Inspirado por la labor del cónsul holandés, Sugihara contactó con el Ministro de Asuntos Exteriores esperando instrucciones al respecto. La respuesta tajante del Ministro siempre fue la misma: sólo se podían conceder visados mediante los procedimientos correctos a gente que se lo pudiera permitir, y siempre que dispusieran de un tercer destino al que dirigirse desde Japón. El confundido vice-cónsul comenzó entonces a debatirse entre seguir a su instinto o cumplir con su deber. Tras consultarlo con la almohada y con su mujer, Sugihara decidió actuar por su cuenta.
Durante el verano de 1940 Sugihara expendió miles de visados temporales para que otros tantos judíos (y sus familias) escaparan del horror de la guerra. También gracias a él los oficiales soviéticos permitieron que los refugiados usaran el Transiberiano para escapar, aunque siempre pagando un precio mucho mayor que el de un billete normal.
En los primeros días de septiembre la embajada japonesa en Lituania fue clausurada. Hasta el último momento Sugihara continuó firmando visados a un ritmo frenético, incluso dicen que los lanzaba desde el tren que le llevaba a su siguiente destino. Mientras dejaba Lituania, seguro que su pensamiento estaba con aquellos a quienes dejaba atrás, sin tener oportunidad de otorgarles un salvoconducto vital.
Tras servir en varios destinos durante el resto de la guerra, Sugihara y su esposa fueron recluidos por los soviéticos en un campo de prisioneros de guerra en Rumanía. No fueron liberados hasta 1946. A su regreso a Japón, Sugihara vio con sorpresa como el Ministerio de Asuntos Exteriores le obligaba a dimitir. Según varios testimonios, entre ellos la esposa de Sugihara, lo ocurrido en Lituania le había convertido en un hombre marcado para el gobierno japonés. Según el gobierno japonés (hasta fecha de 2006), no hay evidencias de que su resignación se debiera a un castigo.
Con su carrera como diplomático acabada, el japonés trabajó en una compañía de exportaciones. Más tarde sus ocupaciones laborales le llevaron ala Unión Soviética, donde vivió y trabajó durante muchos años, dejando a su familia en Japón.
No fue hasta 1968, cuando un agregado de la Embajada Israelí en Japón dio con él, que el mundo comenzó a saber lo que el japonés había hecho por sus semejantes. Aquél agregado, adolescente en 1940, había sido una de las personas salvadas en Lituania.
Sugihara viajó a Israel donde fue agasajado por las autoridades israelíes que más tarde le incluirían en el Monumento Conmemorativo de los Mártires y Héroes del Holocausto. En 1985 fue nombrado "Justo entre las naciones". También desde entonces, Sugihara y sus descendientes contarían con la nacionalidad israelí. Sin embargo, el valiente japonés estaba por entonces demasiado enfermo para viajar, por lo que su esposa fue en nombre suyo. Sugihara fallecía un año más tarde.
Preguntado sobre el por qué de arriesgar su vida, Sugihara simplemente dijo que aquellos a quienes asistió eran seres humanos que necesitaban ayuda. En la mejor tradición japonesa, afirmó en otra ocasión: "Incluso un cazador es incapaz de matar a un pájaro que vuela hacia él buscando refugio".

domingo, abril 27, 2008

Heródoto

Nacido alrededor del 484 antes de Cristo en Asia Menor, en la antigua colonia griega de Halicarnaso, Heródoto fue bautizado como "el padre de la historia" por Cicerón. Y aunque desde entonces muchos han sido los sabios y entendidos que han rebatido tal afirmación, afirmando que la obra del griego está llena de invenciones y precisiones, muchos le siguen considerando como tal. Otros apuntan a su sucesor, Tucídides, como el primer historiógrafo auténtico. Sea como fuere, desde luego es innegable que fue el de Halicarnaso el primero en decidirse a escribir sobre los hechos de sus antepasados y de sus contemporáneos, y dejando constancia escrita de las grandes gentes de sus antecesores. Una investigación de los hechos para discernir lo correcto de lo incorrecto. Y eso parece ser la historia.

La biografía de Heródoto está llena de imprecisiones y vacíos, y gran parte de ella se ha deducido a través de sus propios escritos. Tal vez fuera hijo de unos tales Lixes y Drio, que tuvieron a su hijo en unos convulsos tiempos, cuando el persa Jerjes estaba a punto de descargar su mazo contra la Grecia de las polis.
Años más tarde Heródoto desafía al parecer al dictador Ligdamis, por lo que es desterrado de Halicarnaso. El futuro historiógrafo se traslada entonces a la isla de Samos. Tal vez pasara también algún tiempo en Atenas. Lo cierto es que se habla de que Heródoto volvió a Halicarnaso contribuyendo al derrocamiento del dictador.

Se dice que fue entre los años 431 y 425 antes de Cristo cuando Heródoto escribe su históriai o Historias, fruto de sus viajes y entrevistas con gentes de diverso tipo que le facilitaron una supuesta información de primera mano sobre las guerras Médicas, Egipto o las guerras contra los escitas. Fue algún editor o sabio de Alejandría quien posteriormente dividiría el libro en nueve capítulos, tal como se lo conoce hoy, en honor a las nueve Musas del panteón grecorromano.

Alrededor del 425 fallecía Heródoto, tal vez en una colonia llamada Turios, tal vez en la Pella de Alejandro I Filoheleno, tal vez en Atenas. A pesar de la polémica que le rodea sus textos siguen siendo referencia para estudiar la Grecia y Egipto de su tiempo, y junto a Tucídides marcó el camino para los historiadores que les siguieron.

sábado, abril 26, 2008

El origen del hombre (II)

Durante 150 millones de años los grandes saurios campearon por la Tierra, y parecían ser la suprema criatura de la creación. Pero hubo un día en que dejaron de existir. En las aves del cielo tenemos a sus parientes más directos. Aves, peces y mamíferos y pequeños reptiles sobrevivieron a las condiciones que llevaron a los dinosaurios a la extinción. La era del hombre había comenzado. Un ser imperfecto, que se considera a sí mismo como el rey de la creación. Y sin embargo el hombre moderno apenas lleva 100.000 años hollando este mundo. Qué poco parece en comparación con esos 150 millones de años.

En el siglo XVIII Carl Von Linné elaboró las bases de la nomenclatura moderna para seres vivos, plantas y minerales. Se hablaba así por primera vez del Homo sapiens. Un siglo después aparecía el primer Homo neandertalensis. En 1871 Charles Darwin publicaba El origen del hombre, donde argumentaba que el simio y el ser humano compartían un antepasado común. Que probablemente nuestros primeros antepasados venían de África o los Trópicos, y que nuestra inteligencia era producto de la evolución y la selección natural. Otros científicos como Alfred Russell Wallace defendían la invertención divina.

Muchos entendidos han descrito la búsqueda del origen del hombre como un puzzle, un rompecabezas que debemos resolver sin tener un dibujo completo como guía, y donde un gran número de piezas han desaparecido. No hay una línea recta para llegar hasta nuestros antepasados. Como si de un tupido arbusto se tratara, hay centenares de ramificaciones de distintas especies y subespecies de homínidos, la mayoría de los cuales no son antecedentes directos nuestros. Nosotros somos el producto de una suerte de carrera evolutiva. Muchas especies de homínidos se extinguieron al no lograr adaptarse a los sucesivos cambios que experimentó la Tierra y a miles de problemas que surgieron en el camino.
Hubo un tiempo en que no hubo gorilas, ni chimpancés, ni seres humanos. Tan sólo un antepasado común a todos ellos. En algún punto de la línea evolutiva surgió una nueva rama que llevó a la aparición de los grandes gorilas. Tiempo después seres humanos y chimpancés se separaron también. Ellos son nuestros parientes más directos. Nuestro ADN apenas se diferencia en un 2%. Los chimpancés tienen más en común con nosotros que con los gorilas.

A finales del siglo XIX la ciencia estaba convencida de que el origen del hombre se hallaba en Asia. En 1886 nuevos descubrimientos de restos del hombre de Neandertal confirmaron que hubo un antepasado nuestro habitando las cavernas de Europa 30 millones de años atrás. Un anatomista holandés estaba decidido a investigar nuestro pasado. Eugène Dubois, convencido de que el primer hombre surgió en los Trópicos, decidió trasladarse a las Indias Holandesas (la moderna Indonesia) para tratar de encontrar nuevos fósiles. Se alistó en el ejército holandés como médico y así pudo partir en busca de nuevos restos de homínidos.
En 1887 Dubois llega a Sumatra. Tras mostrar algunos progresos en su búsqueda el ejército le proporcionó dos ingenieros y 50 trabajadores (muchos de ellos convictos y buscafortunas) para que prosiguiera con su investigación. Aunque algunos fósiles fueron encontrados, Dubois no pudo dar con material que le permitiera avanzar en sus teorías . En las espesas junglas de Sumatra las condiciones eran duras. Un ingeniero cayó enfermo, y el otro tuvo que ser despedido. Los trabajadores se fugaban y no cumplían con sus tareas.
En 1890 el holandés decide probar suerte en Java, donde poco antes se había encontrado un cráneo humano en una mina. Más trabajadores le fueron asignados, y dos nuevos ingenieros más competentes le ayudaron en sus tarea. El trabajo de Dubois comenzó a progresar.
Fue la determinación de Dubois la que le llevó al éxito. Hubo de superar problemas de financiación, enfermedades, la incompetencia de sus trabajadores, y un sin fin de obstáculos. En septiembre de 1890, en Koedoeng Broeboes, sus trabajadores encuentran un pómulo y una mandíbula inferior con tres dientes. Un molar es hallado en el verano de 1891. Dubois está más cerca de su objetivo que nunca.
Fue dos meses después cuando el llamado "Hombre de Java" salió a la luz. Una base de cráneo intacta fue hallada en el mismo lugar donde fue encontrado el molar. Más prospecciones en la zona llevaron a desenterrar un hueso de la pierna casi completo.


Hace un millón de años un homínido robusto y alto había habitado zonas de África, Oriente Medio y Eurasia, incluyendo China e islas como Java. Su frente era más pequeña que la de otros homínidos anteriores, así como sus dientes, y su capacidad craneal mayor. Los machos podían llegar a ser hasta dos o tres veces más altos que las hembras. Usaban utensilios más complejos, como lascas de piedra afiladas para cortar carne, o grandes molares de roca para quebrantar huesos. También fabricaban rudimentarias hachas de mano que podían usar para defenderse de otros predadores o para sajar la carne de grandes presas. Aquellos homínidos fueron el primer gran cazador y recolector. Las hembras se concentraban más en cuidar de una sola cría, a la que dedicaban toda su atención. La progresiva especialización de aquellos homínidos les permitió poder colonizar una gran parte del globo terráqueo. Se cree también que fueron ellos los primeros en controlar el fuego para su propio beneficio.

Fueron los restos de homínidos como aquellos los que Dubois encontró en Java. En 1894 el holandés los bautizó como Pithecanthropus erectus,y los describió como una especie de cruce entre un simio y un humano. Cuando Dubois regresó a Europa en 1895 para presentar los resultados de sus hallazgos, pocos fueron los que hicieron causa común con él. La mayoría consideró su trabajo como inexacto. El fémur era prácticamente idéntico al de un humano, pero, ¿pertenecía al mismo individuo que el de la base del cráneo? ¿Era aquél trozo de cráneo el de un gran simio, y no el de un antiguo homínido? Los debates sobre si aquel cráneo era más parecido al de un simio o al de un humano eran la prueba, según Dubois, de que su teoría era correcta. Con el cambio de siglo el holandés abandonó toda lucha por probar que tenía razón. Aceptó una plaza en la Universidad de Amsterdam, guardó sus fósiles y se dedicó a investigar otros asuntos.

En 1921, en lo que hoy es Zambia, y entonces era Rhodesia, un minero suizo halló restos de lo que parecía ser un nuevo homínido. El Homo rodhesiensis supuestamente vivió hace unos 300.000 años, y todavía hoy sigue siendo objeto de polémica. Si es un Neandertal africano, o si es un punto intermedio entre el hombre de Neandertal y el Homo sapiens, es algo que los científicos deben resolver.
Aquel nuevo hallazgo reabrió el interés por los descubrimientos de Dubois. Aunque reacio, el holandés aceptó mostrar de nuevo sus fósiles a sus colegas científicos. El científico seguía convencido de que había descubierto al auténtico "eslabón perdido".

Aquel 1921 había visto nuevos esfuerzos en busca del famoso eslabón por parte de un geólogo, Johan Gunnar Andersson, y de un paleontólogo, Walter Granger. Ambos se trasladaron a Zhoukodian, en China, y guiados por mineros locales se dirigieron a la colina del Hueso de Dragón. Allí tenía que estar su homínido. Otro paleontólogo austríaco, Otto Zdansky, ayudó también en las excavaciones. Un molar fue hallado en el lugar. En años subsiguientes se encontraron dos molares más. Andersson y Zdansky enviaron sus hallazgos y resultados a la universidad de Uppsala. Aquellos informes atrajeron el interés del anatomista Davidson Black, quién consiguió apoyo económico de la Fundación Rockefeller para nuevas excavaciones. Tanto científicos europeos como chinos participaron en esta nueva empresa. Otro molar fue hallado. Davidson lo usó como prueba de la existencia de un nuevo homínido: el Sinanthropus pekinensis. La comunidad científica acogió la idea con escepticismo hasta que no se encontraran nuevos restos. Éstos llegaron en 1928. Más restos fueron hallados en años subsiguientes bajo la dirección de antropólogos chinos hasta la ocupación japonesa de 1937. Para entonces ya se hablaba del Hombre de Pekín. Hoy se le conoce como Homo erectus pekinensis, y es generalmente considerado como perteneciente a la rama del Homo erectus, aunque otras teorías rebaten tal argumento.
En la década de los 30 más restos de Homo erectus se encontraron en varias partes del mundo, entre ellas Java. El obstinado Dubois rechazó la validez de todos aquellos descubrimientos, tachándolos de demasiado humanos. Sólo él estaba en posesión del auténtico eslabón perdido. Y así siguió pensando el buen holandés hasta el día de su muerte. Hoy sabemos que su Pithecanthropus erectus no es el eslabón perdido, y que aquellos otros fósiles eran de la misma familia que el descubrimiento de Dubois.

Hasta la década de 1920 los paleontólogos, antropólogos y demás científicos habían centrado su búsqueda de homínidos en Asia. En 1924 un nuevo descubrimiento iba a aportar un nuevo punto de vista sobre nuestros antepasados, desplazando el eje del origen del hombre una vez más.

lunes, abril 21, 2008

En busca del Polo Sur: Amundsen contra Scott

Durante siglos, desde que el ser humano ha sido lo que es hoy en día, la curiosidad, uno de sus rasgos característicos, le ha llevado siempre más y más lejos. Cuando indagamos en la historia y observamos con tristeza las guerras, las muertes, las crueldades infinitas, no podemos sino lamentar nuestra imperfección. Aún con los heroicos valores que en momentos extremos un hombre puede mostrar en mitad de la barbarie, toda guerra es muestra de lo peor que el ser humano es capaz de hacer. Pero como en las dos caras de una moneda, el espíritu humano es capaz también de acciones heroicas sin necesidad de derramar sangre, capaz de sacrificarse por alcanzar una nueva meta que beneficie, de uno u otro modo, a la humanidad.
Muchos de nosotros podríamos considerar que no vale la pena realizar ese esfuerzo, sobretodo cuando en el fondo lo que muchos de aquellos hombres perseguían era ese extraño concepto conocido como gloria.
Exploradores, científicos, aventureros, y personas de todo tipo y condición dejaron atrás hogares y posesiones para descubrir nuevos mundos, dándonos, poco a poco, un retrato completo de nuestro hogar, el planeta Tierra. Fuera buscando beneficio propio, gloria o el bien común, desde tiempos inmemoriales, el hombre exploró lo desconocido. Marineros chinos, egipcios, portugueses, españoles, británicos... A través de las épocas y los países los huecos se iban completando y los mapas se iban mejorando. Hasta que prácticamente toda la superficie de la Tierra había sido explorada.

A principios del siglo XX exploradores y marinos buscaban la última frontera, la última superficie terrestre por explorar y cartografiar. La última tierra ignota, África, ya había revelado sus misterios. El nuevo continente, Oceanía, había sido ya colonizado por europeos. Para los aventureros deseos de nuevos retos y glorias, los polos geográficos eran la última pieza del rompecabezas, la última frontera. Y sin embargo, los repetidos intentos por llegar hasta ellos habían fallado. El último secreto no sería revelado sin cobrarse antes muchas vidas humanas.

90 grados latitud sur. El punto más meridional del planeta. El objetivo del que sería una de las carreras más heroica, trágica y gloriosa de nuestra historia. La carrera por el Polo Sur.

Y sin embargo, muchos años antes, un pequeño niño noruego, Roald Amundsen, soñaba con conquistar el Polo Norte, desvelar sus secretos. Siempre tuvo claro que quería ser explorador, y para ello se preparó toda su vida. Dicen que ya a la tierna edad de 8 años Amundsen dormía con la ventana abierta en pleno invierno para acostumbrarse al frío. Ante la desaprobación de sus padres, el joven Amundsen soñaba con la gloria de ser el primero en llegar al centro del Polo Norte, y comprobar si allí había o no tierra. Desde la adolescencia se entrenó duramente para conseguir su objetivo. Practicó cualquier deporte que según él pudiera beneficiarle de cara a la exploración, desde la natación en las aguas heladas hasta el esquí o el ciclismo.
Decididos a acabar con sus pretensiones sus padres obligaron a Amundsen a completar sus estudios, con lo que éste comenzó a estudiar medicina. Sin embargo, al quedar huérfano algún tiempo después, el joven noruego se dispuso a cumplir su ansiado sueño. Se enroló en la marina para descubrir todo lo necesario sobre la navegación y de esa manera manejarse en el camino al Ártico.
En 1897 parte junto a una expedición belga al Polo Sur que acabará en desastre. El barco donde viajaba quedó encallado en el hielo, y durante meses la tripulación se vio obligada a permanecer allí, presa del escorbuto y el hambre. En momentos tan críticos el tesón de Amundsen logra inflamar de ánimos a sus compañeros. El noruego caza, fabrica abrigos con piel de foca, manteniéndose vivo junto con otros marinos hasta que llega el rescate.
El metódico Amundsen sacará sus propias conclusiones de esta experiencia, y preparó concienzudamente una expedición para buscar el largamente ansiado Paso del Noroeste, un paso que ahorraría camino a los buques para alcanzar el Pacífico y las tierras asiáticas. Como un nuevo Colón, Amundsen zarpa con su propio barco en busca de dicho paso. El éxito será completo, y el Paso del Noroeste es abierto por el valiente noruego.
El viaje fue de gran provecho para Amundsen, quién convivió con los Inuit y aprendió mucho de ellos, desde el mejor uso de perros y trineos hasta la correcta confección de abrigos de piel de foca. Conocimientos que serán cruciales para él en el futuro.
Sin embargo, su largamente esperado sueño de infancia, su objetivo final, se volatilizará en 1909, cuando el comandante norteamericano Peary anuncia que ha alcanzado el Polo Norte. Desilusionado pero no vencido, Roald Amundsen se apresta a conquistar la Antártida.
Es en este punto donde una de las gestas más espectaculares de la historia de la exploración tiene lugar cuando convergen las vidas de Amundsen y del británico Robert Falcon Scott. La carrera que enfrentará a ambos por llegar primero al Polo Sur se convertiría en un ejemplo de lo que el espíritu humano es capaz, y mostrará a dos personalidades muy distintas con diferentes conceptos de la exploración.
Robert Scott era el típico caballero inglés, capitán de la Armada inglesa. En 1901 había liderado una expedición de tres años de la Royal Geographical Society en la Antártida que supuso un gran avance en el conocimiento de la zona. Deseoso de ser el primero en alcanzar el Polo Sur, Scott encontró dificultades en financiar una nueva expedición, pero en 1910 ya lo tenía todo listo para partir. Se despidió de su mujer y su hijo recién nacido y partió en el barco Terra Nova.
Desde el concepto mismo de la expedición y su preparación se ponía de manifiesto la manera de ver la vida de Amundsen y Scott. El británico creía que la gloria y el éxito conseguidas sin esfuerzo no merecían la pena; como buen caballero inglés creía en el esfuerzo personal y en la voluntad como principal medio para alcanzar su objetivo. En cambio el pragmático Amundsen se aseguró de pertrecharse adecuadamente y no dejar nada al azar para evitarse en lo posible cualquier problema.
Scott confió en la incipiente tecnología mecánica y embarcó tres orugas mecánicas además de un grupo de ponis. Pretendía llegar con las orugas tan lejos como fuera posible y luego usar los ponis. Por otro lado los miembros de la expedición eran básicamente científicos experimentados que se encargarían de hacer todo tipo de mediciones y de recoger muestras durante el camino.
Amundsen seleccionó personalmente a 116 perros husky para que tiraran de los tradicionales trineos. Le acompañaban un experto en el cuidado de perros y un conductor de trineos, además de un arponero y un campeón de esquí.
La experiencia y capacidad de organización del noruego fueron a la postre su gran ventaja. Amundsen eligió un mejor punto para instalar su campamento base que Scott, obligado en parte por sus objetivos científicos a establecerse en un punto algo más lejano. Por otro lado Amundsen estableció sus puntos de aprovisionamiento para el camino con unas distancias entre sí más razonables que las que estableció Scott. Además en los pequeños campamentos británicos se hizo hueco para un combustible que finalmente no sería necesario, cuando hubiera podido llenarse con más comida.
Aunque Amundsen había mandado un telegrama a Scott sobre su cambio de planes, el británico no se enteró de que tenía un rival hasta llegar a la Antártida. El capitán lo consideró poco deportivo y desleal.
Ambos equipos partieron en octubre de 1911. Aunque en un principio las máquinas de Scott funcionaron bien (aunque una de ellas se había hundido al ser descargada y transportada desde el barco) el frío y el mal tiempo acabaron por dañar los motores irremediablemente. Los británicos se vieron obligados a seguir con los ponis.
El uso de ponis ya fracasado en expediciones anteriores, pero aun así Scott había preferido usarlos antes que llevar perros. Sin embargo los ponis se hundían en la nieve blanda y sucumbían fácilmente a la congelación, ya que transpiraban por todo el cuerpo. El británico se verá finalmente obligado a sacrificarlos. En enero de 1912 elige a los cuatro hombres que le acompañarán en la segunda parte de su viaje: el teniente Henry Bowers, el doctor Edward Wilson, el oficial Edgar Evans y el capitán Lawrence Oates.
La presencia de Oates marcaba de nuevo la diferencia entre la mentalidad de Scott y la de los noruegos. Oates había sido aceptado en la expedición por su conocimiento sobre caballos y una contribución económica, además de como representante del glorioso ejército imperial británico. Sin embargo, Oates no tenía tanta experiencia como sus compañeros y sufría intermitentes dolores de una herida de guerra en la pierna. Mientras Amundsen llevaba sólo a los mejor preparados, el concepto del honor inglés acabó dando a Scott muchos quebraderos de cabeza.
Por su parte la expedición noruega avanzaba sin demasiados problemas. Los perros husky se adaptaban perfectamente a las gélidas temperaturas antárticas y avanzaban con relativa rapidez tirando de los trineos. Además, los perros que se debilitaban eran sacrificados por Amundsen, una práctica que caballeros ingleses como Scott consideraban cruel y retrógrada (curioso punto de vista cuando el deporte nacional de los sires y demás nobles era la caza del zorro). Cruel o no, lo cierto es que el noruego no sufrió ningún retraso importante.
Scott y sus hombres, obligados a tirar ellos mismos de los trineos, sufrieron lo indecible para acercarse al Polo Sur. Escalaron montañas de hielo y soportaron tremendas tormentas de nieve. Aun así, su tesón y su deseo de llegar los primeros mantuvo al equipo con fuerzas para seguir.
Amundsen y los suyos, tras cuatro días de escalada, habían alcanzado la cima de la meseta polar el 25 de noviembre. Les esperaban duras jornadas con un tiempo horrible, pero el 7 de diciembre ya habían llegado más lejos que nadie antes que ellos.
Día 14, tres de la tarde, viernes, 1911. Amundsen, sus hombres y cerca de 16 perros alcanzan el Polo Sur. Se había adelantado a Scott en 35 días. Tras realizar unas mediciones, los noruegos dejan atrás una bandera noruega, una tienda y una carta para Scott. El británico había perdido la partida. Para el día 25 Amundsen estaba de vuelta en su campamento base.
La carrera había terminado aunque Scott no lo supo hasta el día 17 de enero. Él y su desolado equipo comprobaron tristemente que el noruego había llegado antes. Me pregunto que pasaría por la cabeza del británico al ver las innumerables huellas de perros y la carta de Amundsen.
El regreso de Scott y los suyos se convirtió en un trágico periplo que impresionaría al mundo. Los por entonces ya agotados británicos habían logrado llegar al Polo Sur con esperanza de ser los primeros, lo que les había dado indudablemente energías suficientes para alcanzar los 90 grados de latitud sur. Ahora debían regresar sabiéndose perdedores y sin motivaciones gloriosas que les ayudaran. Tan sólo restaba la supervivencia.
Los errores de Robert Scott habían sido muchos, y no había dejado margen a inconvenientes o situaciones inesperadas. Con todo, la mala suerte parecía perseguirle. Regresando del Polo Sur se equivocaron de camino, internándose en masas de hielo escarpadas que les hizo dar una gran vuelta para volver en la dirección correcta. Wilson tuvo un percance y se lesionó, el resto tenían miembros a punto de la congelación. Avanzaban muy lentamente, unas pocas millas al día. Tras haberse perdido intentan buscar un puesto de víveres cercano, pero no consiguen dar con él, aunque pasarán más cerca de lo tal vez nunca pudieran imaginar.
El principio del fin llega cuando un día se dan cuenta de que Evans no les ha seguido, tras haberse parado un momento. Regresan a por él y le encuentran tumbado en la nieve. Muere esa misma noche. Oates tiene los pies congelados y es incapaz de continuar, pero sus compañeros se niegan a dejarle allí.
Corría por entonces el mes de marzo. El marcial Oates, que no quería ser un estorbo, salió un buen día de la tienda. Nunca regresó. Probablemente prefiriera pegarse un tiro y morir como un capitán que perecer lentamente en la nieve.
El 20 de marzo los tres supervivientes se hallan a tan sólo 18 kilómetros de un gran depósito de comida y combustible preparado con antelación. Pero una gigantesca tormenta les impide siquiera salir de la tienda. Scott sufre de congelación. Todos están agotados y hambrientos. El valiente capitán escribe varias cartas, una de ella a su mujer. El encabezamiento lo dice todo: A mi viuda.
La última entrada de Scott en su diario dice así: Ya toda esperanza debe ser abandonada. Esperaremos hasta el fin, pero nos debilitamos gradualmente; la muerte no puede estar lejos... No puedo escribir más. ¡Por el amor de Dios, cuiden de los nuestros!
En noviembre de 1912 una partida de búsqueda encontró la tienda con los restos de la expedición británica. Scott, con medio cuerpo fuera del saco de dormir, parecía haber luchado y sufrido hasta el mismo momento de su muerte.

Eran tiempos distintos, cuando la tecnología avanzada aún daba sus primeros pasos y hombres con distintos valores a los nuestros se jugaban la vida tratando de llevar el pulso con la naturaleza aún más lejos. Aún había espacio para lo desconocido, y muchos hombres (y también algunas mujeres) estaban dispuestos a enfrentarse a lo que pudiera venir. Aquellas personas, como suele decirse, estaban hechas de otra pasta. Como pequeña curiosidad y a modo de prueba, acabaré citando las palabras de un anuncio que el también explorador polar Ernest Shackleton puso en un periódico.

Se buscan hombres para un viaje peligroso. Sueldo bajo. Mucho frío. No se asegura retorno con vida. Honor y reconocimiento en caso de éxito.

domingo, abril 20, 2008

Espartaco, la forja de un rebelde


Imaginad por un momento: mediados del siglo XIX, Estados Unidos de América. Una revuelta de esclavos negros se convierte en una guerra de liberación que llega a amenazar la seguridad de la propia nación. Por supuesto, nunca ocurrió y jamás podría haber ocurrido, pero dos mil años antes las circunstancias y el hombre adecuado para aprovecharlas se conjuntaron para dar paso a la rebelión de esclavos más famosa de toda la historia.
Su leyenda va más allá de biopics cinematográficos y de calenturientas saunas, cualquiera que lea estas líneas ha oido su nombre. Podéis no saber cuándo o dónde vivió, o lo que hizo, pero estoy seguro de que le conocéis. Su nombre era Espartaco, era tracio y nació siendo un hombre libre.
En la montañosa Tracia (que comprende las actuales Bulgaria, Grecia y Turquía occidental) los hombres de baja condición que querían salir adelante acababan indefectiblemente sirviendo en el poderoso ejército romano. Espartaco fue uno de esos hombres, y fue entrenado según las tácticas militares romanas de la época. Aquella circunstancia sería clave en su futuro y también en su destino: obligado a luchar contra su propio pueblo, Espartaco desertó. No tardó en ser capturado, y tanto él como su mujer fueron vendidos como esclavos.
En el sur de Italia Espartaco comenzó a ser entrenado como gladiador en Capua. Corría el año 73 a.C. Allí llegó a forjar algunas amistades, entre ellas la del galo Criso. Y entre todos decidieron que no podían seguir siendo esclavos más tiempo. Con unas improvisadas armas Espartaco y sus compañeros acabaron con los guardias y huyeron hacia el monte Vesubio.
Los 70 gladiadores iniciales pronto crecieron en número: la noticia se extendió rápidamente y muy pronto esclavos fugados o liberados se unieron a la causa. Un pequeño contingente de esclavos estaba pues dispuesto a resistir.
La noticia no causó gran alarma en el Senado romano. Tardaron en actuar, totalmente convencidos de su victoria, y dieron tiempo al pequeño grupo de esclavos a organizarse. Por otra parte, las legiones romanas, el arma militar más temible de su tiempo, estaban fuera de Italia, manteniendo el orden en las provincias o combatiendo con los enemigos de Roma. Por lo tanto se decidió enviar a tres mil milicianos para acabar con la rebelión. Una vez llegados al Vesubio sitiaron a Espartaco y sus hombres.
Pero el tracio no se dejó amilanar. Aprovechó la noche para burlar a los romanos y atacarles por la retaguardia. El inexperto pretor que mandaba las milicias no había fortificado el campamento ni establecido guardias adecuadas. La victoria para Espartaco fue total. La noticia de la victoria sorprendió más que inquietó a los senadores de la ciudad eterna. Sin embargo, dio a miles de esclavos en toda Italia una esperanza de libertad. Muy pronto miles de ellos se unieron al nutrido grupo de rebeldes.
El gladiador tracio se había revelado como un excelente estratega, dotado de una gran intuición para la batalla y siempre consciente de la realidad. Su entrenamiento como legionario romano fue crucial, pues de ese modo conocía el modo en que luchaban las tropas romanas y el mejor modo de vencerlas. Sabedor de que era inútil enfrentarse a las legiones en campo abierto, Espartaco llevo a cabo una táctica de supervivencia, parecida a una guerra de guerrillas. Su único objetivo era alcanzar la libertad, pero mientras debía aprovisionar a lo que eran ya varios miles de esclavos y trazar un plan para escapar de las garras romanas.
Los pillajes eran el único modo de aprovisionamiento para los rebeldes, y con cada granja y cada pueblo saqueado decenas y decenas de esclavos liberados o huidos se unían al que ya era un ejército rebelde en toda regla. Pero por supuesto Roma no iba a permitir que sus posesiones huyeran así como así.
Por dos veces envió Roma a sus tropas, y por dos veces fueron derrotadas. Espartaco había creado un eficaz sistema de entrenamiento, y los inexpertos reclutas enviados desde Roma no fueron rivales para los curtidos esclavos y gladiadores. Una vez llegado el invierno, las tropas esclavas se acuartelaron mientras se preparaban para las nuevas luchas de la primavera.
Los cónsules electos del año 72 a.C, Gelio Publícola y Cornelio Léntulo, fueron enviados junto con sus fuerzas para sofocar de una vez por todas la rebelión. Por su parte, Espartaco, con un ejército que ya constaba de unas 70.000 personas (incluyendo a mujeres, niños y ancianos), estaba dispuesto a llevar a sus gentes al norte de la Península Itálica y escapar por los Alpes.
Pero muchos de sus hombres tenían una idea distinta. Tras la sucesión de victorias sobre los romanos y los cuantiosos saqueos, muchos rebeldes confiados creían poder vencer a Roma, o al menos despojarla de sus riquezas para luego emprender una nueva vida. Desoyendo a Espartaco, Criso lideró a miles de esos descontentos y se dirigió hacia el sur de Italia. El tracio continuó su camino hacia el norte.
Los dos ejércitos romanos se separaron para acabar con los dos grupos; mientras uno corría a cortar el paso a Espartaco, el otro se aprestaba a plantar batalla a Criso. Éste, con un ejército inferior en número y sin la experiencia del tracio, sucumbió con todos sus acólitos.
El líder tracio tan pronto como conoció la noticia se decidió a atacar a las fuerzas romanas. Primero derrotó a uno de los ejércitos romanos, después al otro. Una vez más, el ejército de esclavos humillaba a la todopoderosa Roma.
Las razones de lo que aconteció a continuación no están claras. La hipótesis más generalizada es que gran parte de los seguidores de Espartaco se negaron a marchar hacia el norte. Las causas tal vez pudieran ser otras, pero sea mito o realidad, la imagen romántica del líder que decide permanecer junto a su familia, su pueblo, los esclavos que le han acompañado tan fielmente, es irresistible. Un hombre que anhelando la libertad se ha enfrentado a la potencia más grande de su tiempo, renuncia a ella por fidelidad a los suyos. Heroicismo en estado puro. Ya que si los acontecimientos se desarrollaron de esa manera, Espartaco sabía perfectamente que regresar al sur era un suicidio. Las posibilidades de sobrevivir eran muy remotas.
Hasta la derrota de los dos cónsules, ningún general romano había siquiera pensado en dirigir sus tropas contra los esclavos. Para un militar, derrotar a un puñado de evadidos no representaba ningún honor. Pero en la intrincada vida política de Roma, las oportunidades se presentaban para ser tomadas por el más audaz.
La situación en Roma era muy distinta a la de meses atrás. La derrota de los cónsules había sembrado el pánico entre la población, y se temía que Espartaco cayera con sus rebeldes sobre la capital. La situación no era halagüeña, pero cualquiera lo bastante inteligente sabía que quién derrotara al tracio y salvara a Roma tendría a ésta en sus manos. Con los mejores generales romanos en el extranjero, el hombre más rico de su tiempo, Marco Licinio Craso, se ofreció a pagar varias legiones de su propio bolsillo para acabar con el enemigo. El Senado aceptó, y entre las legiones aportadas por Roma y por el propio Craso se formó un ejército de diez legiones, unos 60.000 hombres.
Una primera refriega entre Craso y Espartaco se saldó con una victoria a favor de éste. Un subordinado del romano desoyó sus órdenes, y atacó directamente al ejército esclavo. Muchos orgullosos legionaros acabaron lanzando sus armas y huyendo. Un error que Craso no volvería a cometer.
En la primavera del 71 Espartaco había acampado en la región de Calabria. Su plan era huir por el estrecho y establecerse en Sicilia. Para ello había alquilado varios barcos a piratas de la región. Mientras Craso cercaba en aquella estrecha franja a los rebeldes, con el paso del tiempo Espartaco comprendió que los barcos nunca aparecerían. Había sido engañado.
Ya no quedaban más recursosni vias de escape, sólo cabía luchar. Vencer o morir. Como prueba de su determinación, Espartaco crucificó a un prisionero romano frente a las líneas de Craso. La crucifixión era un castigo aplicado sólo a esclavos, por lo que crucificar a un ciudadano era una gran ofensa. Estaba claro que no había vuelta atrás.
Era obvio que todo estaba perdido. Concluidos varios de los conflictos externos, dos competentes generales romanos se dirigían a toda velocidad hacia Italia. Mientras el tiempo apremiaba, Espartaco logró quebrar las defensas romanas y huir hacia Brindisi. Pero Craso reaccionó rápidamente e interceptó a los rebeldes en Lucania. Reforzado con las veteranas legiones venidas del extranjero, la batalla que se libró a continuación significó una masacre para las tropas rebeldes. El propio Espartaco, cuyo cadáver nunca fue localizado, sucumbió probablemente en la batalla. El sueño de la libertad había terminado.
Sin embargo el triste capítulo final aún no se había cerrado. Craso estaba decidido a resacir a Roma y dar un cruel ejemplo del poderío romano. La Vía Appia, una de las principales articulaciones de Italia con más de 560 km de longitud, sirvió de escenario para el terrible castigo que Roma infligió a los rebeldes. A lo largo de la carretera 6.000 esclavos fueron crucificados y quedaron como mudos testimonios de lo que aguardaba a todo aquél que osara oponerse al Senado y al pueblo romano.
Aun así, el nombre de Espartaco se convirtió en sinónimo de rebeldía, de lucha por la libertad y por la igualdad entre los hombres. Su leyenda ha servido durante siglos a las causas y rebeliones (tanto personales como colectivas) que se han producido desde entonces, y ha quedado impresa en la memoria colectiva de la mayoría de ciudadanos libres de este mundo.

El origen del hombre (I)

En la mina de piedra caliza los mineros trabajan como cualquier otro día de aquel verano de 1856. Poco sabían aquellas gentes de restos humanos hallados en las inmediatas décadas posteriores en Bélgica y Gibraltar. Así, cuando extrayendo tierra encontraron restos de huesos y un cráneo pensaron en principio que debía tratarse de la osamenta de algún oso. Muy bien pudieran aquellos huesos haber sido desechados, perdidos para siempre en las tierras del valle de Neander. Pero alguien tuvo la feliz idea de que aquellos huesos bien pudieran interesar a un profesor local que era además un naturista aficionado. Su nombre era Johann Carl Fuhlrott. Por entonces, tres años faltaban aún para que Charles Darwin diera a conocer sus revolucionarias teorías en el libro El origen de las especies.

Una vez pudo estudiar detenidamente los restos, Fuhlrott comprobó que aquella base de cráneo, aquellos fémures, aquellos huesos de brazos y piernas, eran notablemente distintos de los restos humanos que había visto hasta entonces. Creía el buen profesor que aquellos restos debían ser muy antiguos. Fue entonces cuando Fuhlrott se reunió con Hermann Schaaffhausen, un profesor de anatomía de la Universidad de Bonn. Tras efectar una descripción de los restos, en 1857 Fuhlrott y Schaaffhausen anunciaban su descubrimiento al mundo. En el valle de Neanderthal, en Alemania, una nueva especie humana, el Homo sapiens neanderthalensis, (como lo clasificara William King en 1863) había sido descubierta. Pocos fueron los que dieron una buena acogida a dicha teoría. Los científicos de la época tildaron tal idea de absurda. Bien probablemente se tratara de los restos de algún cosaco, cuyo prominente hueso frontal y cejas hubiera desarrollado por un constante frotamiento. También se dijo más tarde que pudiera tratarse de una nueva especie de simio, pero que los rasgos eran demasiado simiescos para tratarse de un humano.

En noviembre de 1859 Charles Darwin publicaba El origen de las especies. En él hablaba de un antepasado común para el hombre y el simio. La búsqueda por el pasado de nuestros ancestros, y muy pronto por un ser conocido como "el eslabón perdido", había comenzado. Y con ella, una larga controversia que todavía hoy perdura.